DICEN
LOS DE ENTONCES QUE UN ZORRO CAYÓ DEL SOL...
Un
zorro cayó del sol. Una criatura pequeña, curiosa y juguetona. Una diminuta bola de pelos de luz que se perdía sobre el
prado verde, bajo el cielo azul. Un temor, una promesa, una esperanza.
Un
zorro cayó del sol y su llanto lastimero fue escuchado por un sinfín de
criaturas que lo corearon pero no lo hicieron suyo, no lo atendieron. El
viento gimió con él, los árboles gimieron con él, los insectos y los pájaros y
los lobos gimieron con él, pero nadie acudió a auxiliarlo ni a confortarlo ni a
escucharlo, porque era algo nuevo y nadie sabía cómo lidiar con ello. Así que
el zorro se quedó solo, y al tiempo que su
soledad aumentaba también aumentó su silencio y su temor, pues sentía la
indiferencia de todo cuanto lo rodeaba. Se quedó entonces quieto y abrió los
ojos, atento, nervioso a todo cuanto se movía o se dejaba escuchar cerca de él.
Así
vio una oruga que se deslizaba sobre la rama de un árbol y luego un pájaro que
se la comía y luego un lobo que se comió a un pájaro, hasta que al fin escuchó
el rugido de un disparo, y como cayó el lobo, y cómo surgió un hombre con una
boca hecha toda de dientes, toda dientes.
El
zorro ya había visto a los hombres con anterioridad. Desde su alta madriguera
en el cielo, el zorro había visto al hombre y se había sentido horrorizado por
sus actos, y había sentido temor y había rechazado sus acciones. Pero ahora
había algo más que inundaba su pecho. En aquel momento, en un sitio que le era
hostil e indiferente, en un lugar que le era ajeno por completo, que solo
conocía desde la distancia, el zorro también sintió la urgente necesidad de
morder su mano y de romper su cuello y de sentir la sangre que manaba de su
cuerpo. Así que antes de que el hombre lo viera el zorro, minúscula bola de
pelos de luz, se lanzó sobre él e hincó sus dientes en su mano, en su brazo, en
su cuello, y sintió, leve, el sabor de su sangre, y luego algo que no era un
grito ni llanto, ni una expresión de sorpresa, era un sonido diferente, un
sonido mitad terciopelo mitad consuelo, mitad luz que rompía la oscuridad y
brindaba calidez. El hombre reía, pero su risa no era cruel o despectiva, era
la risa de quien abre sus ojos por vez primera a la belleza, pues al contrario
de lo que el zorro intentaba, el hombre no conoció el temor sino el
sobrecogimiento. Incapaz de experimentar algo más que su necesidad insaciable
de consumirlo todo, el hombre experimentó por vez primera la necesidad de verlo
todo, de contemplarlo todo, de experimentarlo todo, y transformarlo.
Entonces
el zorro se miró en los ojos del hombre.
Entonces
el hombre se miró en los ojos el zorro y abrió su boca en una “O” de asombro desprovista de dientes, y en ese
momento, antes de poder siquiera iniciar un pensamiento, el zorro se metió a su
boca e ingresó a su cuerpo, se despachó a su gusto por las venas y arterias, se
maravilló en la fuerza de sus miembros, haciéndole soltar, de paso, el arma en
sus manos, para contemplarlas a través de sus nuevos ojos, incendiado su alma y
sus pensamientos, un momento antes de instalarse por siempre y para siempre en
su corazón, consumando de esa forma su venganza.
Dicen
los de entonces, los de entonces que ya no son los mismos, que desde aquel
momento, hay una luz que brilla en el corazón de los hombres, aún sin importar
que tan negra sea la oscuridad que atraviesan.
Una vez un conejo bajó
de la luna…