domingo, 27 de enero de 2019

EL ZORRO DEL SOL


                                       Para Elizabeth.



DICEN LOS DE ENTONCES QUE UN ZORRO CAYÓ DEL SOL...

Un zorro cayó del sol. Una criatura pequeña, curiosa y juguetona. Una diminuta  bola de pelos de luz que se perdía sobre el prado verde, bajo el cielo azul. Un temor, una promesa, una esperanza.

Un zorro cayó del sol y su llanto lastimero fue escuchado por un sinfín de criaturas que lo corearon pero no lo hicieron suyo, no lo atendieron. El viento gimió con él, los árboles gimieron con él, los insectos y los pájaros y los lobos gimieron con él, pero nadie acudió a auxiliarlo ni a confortarlo ni a escucharlo, porque era algo nuevo y nadie sabía cómo lidiar con ello. Así que el zorro  se quedó solo, y al tiempo que su soledad aumentaba también aumentó su silencio y su temor, pues sentía la indiferencia de todo cuanto lo rodeaba. Se quedó entonces quieto y abrió los ojos, atento, nervioso a todo cuanto se movía o se dejaba escuchar cerca de él.

Así vio una oruga que se deslizaba sobre la rama de un árbol y luego un pájaro que se la comía y luego un lobo que se comió a un pájaro, hasta que al fin escuchó el rugido de un disparo, y como cayó el lobo, y cómo surgió un hombre con una boca hecha toda de dientes, toda dientes.
El zorro ya había visto a los hombres con anterioridad. Desde su alta madriguera en el cielo, el zorro había visto al hombre y se había sentido horrorizado por sus actos, y había sentido temor y había rechazado sus acciones. Pero ahora había algo más que inundaba su pecho. En aquel momento, en un sitio que le era hostil e indiferente, en un lugar que le era ajeno por completo, que solo conocía desde la distancia, el zorro también sintió la urgente necesidad de morder su mano y de romper su cuello y de sentir la sangre que manaba de su cuerpo. Así que antes de que el hombre lo viera el zorro, minúscula bola de pelos de luz, se lanzó sobre él e hincó sus dientes en su mano, en su brazo, en su cuello, y sintió, leve, el sabor de su sangre, y luego algo que no era un grito ni llanto, ni una expresión de sorpresa, era un sonido diferente, un sonido mitad terciopelo mitad consuelo, mitad luz que rompía la oscuridad y brindaba calidez. El hombre reía, pero su risa no era cruel o despectiva, era la risa de quien abre sus ojos por vez primera a la belleza, pues al contrario de lo que el zorro intentaba, el hombre no conoció el temor sino el sobrecogimiento. Incapaz de experimentar algo más que su necesidad insaciable de consumirlo todo, el hombre experimentó por vez primera la necesidad de verlo todo, de contemplarlo todo, de experimentarlo todo, y transformarlo.

Entonces el zorro se miró en los ojos del hombre.

Entonces el hombre se miró en los ojos el zorro y abrió su boca en una “O”  de asombro desprovista de dientes, y en ese momento, antes de poder siquiera iniciar un pensamiento, el zorro se metió a su boca e ingresó a su cuerpo, se despachó a su gusto por las venas y arterias, se maravilló en la fuerza de sus miembros, haciéndole soltar, de paso, el arma en sus manos, para contemplarlas a través de sus nuevos ojos, incendiado su alma y sus pensamientos, un momento antes de instalarse por siempre y para siempre en su corazón, consumando de esa forma su venganza.

Dicen los de entonces, los de entonces que ya no son los mismos, que desde aquel momento, hay una luz que brilla en el corazón de los hombres, aún sin importar que tan negra sea la oscuridad que atraviesan.

Una vez un conejo bajó de la luna…

sábado, 19 de enero de 2019

LA SAL



CUANDO DESPERTÓ, EL SALERO YA NO ESTABA AHÍ.

En algún momento había desaparecido. Se desesperó. Alzó su rostro al cielo y liberó toda su frustración en un largo aullido inarticulado que puso los pelos de punta a todo ser viviente en al menos tres kilómetros a la redonda.

La sal había sido uno de los pocos tesoros que había traído de la ciudadela, el único lujo que se había permitido. No se la había mostrado siquiera a su mujer o a sus hijos, y sólo se la permitía en medio de las noches de cacería. Sabía que era un placer culpable, incluso intuía que, si bien hubiese decepcionado a su familia, su señor no le habría perdonado la vida.

Apretó los dientes. Pensó que el haberla medido de forma tan precisa, de forma tan avara, a decir verdad, le había impedido disfrutarla más. Recordó con tristeza como en diversas ocasiones había consumido alimentos –un conejo, algo de chigüiro- sin recurrir a la sal celosamente guardada, pero extrañándola entre tanto. Sintió ese amanecer como el inicio de un duelo, de una amargura que tendría clavada entre pecho y espalda durante días, acaso durante semanas. Con ese sentimiento retomó su idea de cazar algo para su grupo.

Pasado el mediodía tenía en su haber al menos dos chigüiros y tres conejos. La caza había sido abundante y el alimento sería bien preparado, aunque sería mejor si… claro, todo sabía mejor con sal. Le volvió la amargura. Con ella y el resultado de su caza retomó el camino al campamento tomando un atajo por el bosque. No había pasado tres horas cuando sintió a lo lejos que algo se acercaba. Se detuvo en seco y se resguardó detrás de un árbol. Sacó el cuchillo de pedernal y lo empuñó sobre el pecho dispuesto a cualquier cosa. Deseo que no hubiera perros, detestaba los perros.  No tuvo que esperar más de dos minutos hasta que vio al imperial.

El imperial era una cosa inmensa, una mole de casi dos metros de altura, toda ella cubierta por una armadura de cerámica blanca que parecía absorber la luz, y sobre ella, colgado de una correa que cruzaba su pecho, un macuto con pertrechos, similar a la que el hombre tenía, similar a aquella en donde había estado guardado su preciado salero. El hombre cerró los ojos, apretó aún más el puñal contra su pecho y oró en su interior porque el imperial no lo encontrará. Luego pensó en la sal y sintió el odio surgir en él.

Los imperiales se habían apoderado de todo lo que encontraron a su paso, y lo que no había entrado en sus arcas había sido destruido. No sabía mucho más de ellos, acaso que eran implacables. El imperial avanzaba firme, con la seguridad propia de aquel que se sabe respaldado por una armadura impenetrable y un arma laser, con la seguridad de aquel que posee todo lo que quiere y si no lo posee puede adquirirlo. En contraste, el hombre solo tenía un cuchillo de pedernal, cansancio y ganas de volver a su clan y a su familia. Sin pensarlo dos veces el hombre se lanzó sobre el imperial.

Todo sucedió en un abrir y cerrar de ojos por supuesto. Hubo un golpe, un casco de cerámica rodando por el piso, una cabeza calva brillando bajo el cielo, un disparo laser que quemó un árbol, una roca y luego carne; un cuchillo de pedernal que se abrió pasó, de alguna forma, entre la cerámica y la piel. No había posibilidad alguna por supuesto. El cuerpo del hombre cayó al piso. Mientras la vida se le escapaba vio al imperial poniéndose el casco y recuperando las cosas que se habían escapado de su macuto. Le dibujó una amarga sonrisa en el rostro el último objeto recogido por el imperial, un salero.