CANTO IV.
La caza.
Eterna es Taz-Nel. Eternas son sus torres y
sus casas y sus árboles. Eternos son sus pájaros y sus jaguares y sus lámparas.
Eternas son las risas de los sepulcros abiertos al cielo y eternos son los
lamentos cantados por sus ancianos. Eterno es Taz-Nel, pues su historia se alzó
desde antes de los gifty y seguirá después de que su última pluma haya sido
barrida de la faz de la Tierra.
Llegó en la tarde, estruendoso y perdido.
Llegó sin ninguna referencia, llegó por azar, por cansancio, por destino, llegó
por un ciego hilo que lo guiaba, porque ya los dioses lo habían cantado en el
principio de los tiempos, porque no tenía de otra.
No tenía destino. No tenía razón alguna de
ser desde que la había dejado a su suerte en la playa olvidada. Hubo un tiempo
en que su vida tenía un sentido, en que vivía solo para la caza, pero la caza
ya había perdido su razón de ser, y Andor se había dedicado a vagar por las
carreteras y las calles y los campos, hasta perderse en medio de caminos
secundarios hasta llegar al Bosque Interior, más conocido por ser la Tumba de
Taz-Nel. Andor no sabía eso, por supuesto. Hacía mucho el mapa inteligente de
su moto se había descompuesto, y las brújulas no servían, y sinceramente nada
le hubiera importado menos de haberlo sabido. Estaba perdido. Lo último que
quería era ser hallado. No tenía destino y, sin embargo, quienes avistaron su
llegada y lo siguieron en su camino, murmuraban entre ellos acerca de la
profecía, aquella que hablaba acerca de la llegada de un hermano mayor y el
nuevo tiempo que se abriría entonces para los gifty.
Los gifty no sabían su historia. Sólo veían
a un hermano mayor que se adentraba en su tierra sagrada en su motocicleta, al
menos hasta que la espesura se lo permitió. Entonces aparcó, o mejor, dejó la
motocicleta de cualquier forma contra un árbol y siguió caminando. Lo
despreciaron. A pesar de la profecía lo despreciaron. Era evidente que se
trataba de un vagabundo, no de un explorador o de un guía de batalla. Sólo era
un hombre solitario y perdido. Así que cuando encontró el río y se tiró a beber
lanzaron sus redes y se lo llevaron en andas hasta la plaza, donde lo ataron a
la espera de la decisión del consejo. Les daba asco y por eso lo golpearon, lo
molieron a golpes para sacarle cualquier ánimo de escapar, de correr, de considerarse
más inteligente que sus hermanos menores. Lo golpearon y entonces lo dejaron
ahí. No quedaba mucho de aquel hombre que había cazado durante años a una
gifty. Había bastado tan solo con un río para convertirlo en presa.
Entonces llovió y con la lluvia llegó la
noche.
Llovía.
Llovía como si el cielo se estuviera deshaciendo en llanto. Llovía como si
Eyanael hubiera decidido al fin que era hora de despertar el sueño. Llovía como
si no hubiera posibilidad de un mañana, como si Umeret hubiese decidido
enseñorearse del mundo de nuevo. Nadie se atrevía a decir si se trataba de día
o de noche, en tanto los rayos resquebrajaban la morada de Armún y Nilkar, en
tanto el estallido de los truenos hacía que todo ser viviente buscara refugio.
Todo ser viviente excepto él. Una cosa informe que era ya más agua que persona.
Su
cuerpo desfallecido se sostenía tan solo por las cuerdas que se mordían sus
muñecas halando sus brazos hacia el cielo. Era una figura ridícula que se
sostenía colgando malamente de una vieja antena en la parte superior de un
viejo edificio en Taz- Nel. No había mucho espíritu ya en ese odre. Lo que no
había resecado el sol lo habían hecho los golpes y los mosquitos. Era menos un
hombre que un guiñapo, y menos guiñapo que advertencia. Era también un
juramento, una promesa. Y en cuanto terminara de diluviar sobre la faz de la
tierra, en cuanto los nueve dejaran de castigar la faz de la tierra, sería tan
solo un cuerpo abandonado. Aquel que se había ofrecido en sacrificio por
voluntad propia, aquel que había hollado el suelo sagrado de Taz-Nel, aquel de
quien hablaban las profecías.
Keyza
no pensaba nada de eso mientras lo veía. Desde su nido, el hombre no era más
que una sombra que se desvanecía por momentos. Para su familia el hombre no era
más que el enemigo, pero ella sabía algo más. Sabía que era un cazador
implacable que en el momento preciso no había podido darle muerte y en cambio
había dejado a su lado la espada con la que jugueteaba ahora en sus manos. Era
una cosa de los tiempos antiguos, ennegrecida por el tiempo, corroída por la
sal del mar. En algún momento, su empuñadura figuraba dos dragones de
tonalidades diferentes que entrelazaban sus cuerpos para luego alargar sus
cabezas y formar la guarda.
Kayza
recordaba haber encontrado la espada a su costado después de que una tempestad
la dejara desfalleciente sobre una playa cercana a Kalí. Recordaba haber pasado
más de siete jornadas escapando del cazador sin nombre que la atormentaba desde
que era poco más que una chiquilla. Sin embargo, cuando al fin le había dado
alcance en esa playa donde estaba aterida e indefensa, el cazador solo la había
acunado en sus brazos mientras ponía la espada a su costado. No hubo palabras
en aquel entonces. Nunca hubo palabras entre ellos dos.
Ahora,
tan solo unas pocas semanas después de aquello, el hombre se adentraba por
voluntad propia en el único lugar que los de su raza reconocían como propia,
Taz-Nel, y sin saberlo, cumpliendo una profecía para ellos antiquísima, se
había ofrecido en sacrificio. Keyza no tenía ninguna forma de interpretar todo
aquello. Lo único que deseaba era que la lluvia no terminara jamás, porque era
lo único que separaba al hombre del hacha de pedernal que abriría su espalda
para convertirla en alas; para convertirlo en uno de ellos, en un gifty.
Había
sido su presa durante años y ahora los papeles se habían invertido, pensó
Keyza, antes de meter la espada en una tosca funda y colgarla a su espalda.
Recordó los años acosada por el hombre, quien la acusaba por la muerte de su padre,
quien la alejó de su nido y su bandada. Y aun así no podía dejar que él
terminara de esa forma. Salió a la ventana olvidando lo que los de su raza no
podían hacer y alzó vuelo hacía el centro de Taz-Nel.
Continuará...