jueves, 21 de febrero de 2019

LA LUNA Y EL SOL (Continuación).


CANTO IV. La caza.

     Eterna es Taz-Nel. Eternas son sus torres y sus casas y sus árboles. Eternos son sus pájaros y sus jaguares y sus lámparas. Eternas son las risas de los sepulcros abiertos al cielo y eternos son los lamentos cantados por sus ancianos. Eterno es Taz-Nel, pues su historia se alzó desde antes de los gifty y seguirá después de que su última pluma haya sido barrida de la faz de la Tierra.

     Llegó en la tarde, estruendoso y perdido. Llegó sin ninguna referencia, llegó por azar, por cansancio, por destino, llegó por un ciego hilo que lo guiaba, porque ya los dioses lo habían cantado en el principio de los tiempos, porque no tenía de otra.

     No tenía destino. No tenía razón alguna de ser desde que la había dejado a su suerte en la playa olvidada. Hubo un tiempo en que su vida tenía un sentido, en que vivía solo para la caza, pero la caza ya había perdido su razón de ser, y Andor se había dedicado a vagar por las carreteras y las calles y los campos, hasta perderse en medio de caminos secundarios hasta llegar al Bosque Interior, más conocido por ser la Tumba de Taz-Nel. Andor no sabía eso, por supuesto. Hacía mucho el mapa inteligente de su moto se había descompuesto, y las brújulas no servían, y sinceramente nada le hubiera importado menos de haberlo sabido. Estaba perdido. Lo último que quería era ser hallado. No tenía destino y, sin embargo, quienes avistaron su llegada y lo siguieron en su camino, murmuraban entre ellos acerca de la profecía, aquella que hablaba acerca de la llegada de un hermano mayor y el nuevo tiempo que se abriría entonces para los gifty.  

     Los gifty no sabían su historia. Sólo veían a un hermano mayor que se adentraba en su tierra sagrada en su motocicleta, al menos hasta que la espesura se lo permitió. Entonces aparcó, o mejor, dejó la motocicleta de cualquier forma contra un árbol y siguió caminando. Lo despreciaron. A pesar de la profecía lo despreciaron. Era evidente que se trataba de un vagabundo, no de un explorador o de un guía de batalla. Sólo era un hombre solitario y perdido. Así que cuando encontró el río y se tiró a beber lanzaron sus redes y se lo llevaron en andas hasta la plaza, donde lo ataron a la espera de la decisión del consejo. Les daba asco y por eso lo golpearon, lo molieron a golpes para sacarle cualquier ánimo de escapar, de correr, de considerarse más inteligente que sus hermanos menores. Lo golpearon y entonces lo dejaron ahí. No quedaba mucho de aquel hombre que había cazado durante años a una gifty. Había bastado tan solo con un río para convertirlo en presa.

     Entonces llovió y con la lluvia llegó la noche.

Llovía. Llovía como si el cielo se estuviera deshaciendo en llanto. Llovía como si Eyanael hubiera decidido al fin que era hora de despertar el sueño. Llovía como si no hubiera posibilidad de un mañana, como si Umeret hubiese decidido enseñorearse del mundo de nuevo. Nadie se atrevía a decir si se trataba de día o de noche, en tanto los rayos resquebrajaban la morada de Armún y Nilkar, en tanto el estallido de los truenos hacía que todo ser viviente buscara refugio. Todo ser viviente excepto él. Una cosa informe que era ya más agua que persona.

Su cuerpo desfallecido se sostenía tan solo por las cuerdas que se mordían sus muñecas halando sus brazos hacia el cielo. Era una figura ridícula que se sostenía colgando malamente de una vieja antena en la parte superior de un viejo edificio en Taz- Nel. No había mucho espíritu ya en ese odre. Lo que no había resecado el sol lo habían hecho los golpes y los mosquitos. Era menos un hombre que un guiñapo, y menos guiñapo que advertencia. Era también un juramento, una promesa. Y en cuanto terminara de diluviar sobre la faz de la tierra, en cuanto los nueve dejaran de castigar la faz de la tierra, sería tan solo un cuerpo abandonado. Aquel que se había ofrecido en sacrificio por voluntad propia, aquel que había hollado el suelo sagrado de Taz-Nel, aquel de quien hablaban las profecías.

Keyza no pensaba nada de eso mientras lo veía. Desde su nido, el hombre no era más que una sombra que se desvanecía por momentos. Para su familia el hombre no era más que el enemigo, pero ella sabía algo más. Sabía que era un cazador implacable que en el momento preciso no había podido darle muerte y en cambio había dejado a su lado la espada con la que jugueteaba ahora en sus manos. Era una cosa de los tiempos antiguos, ennegrecida por el tiempo, corroída por la sal del mar. En algún momento, su empuñadura figuraba dos dragones de tonalidades diferentes que entrelazaban sus cuerpos para luego alargar sus cabezas y formar la guarda.

Kayza recordaba haber encontrado la espada a su costado después de que una tempestad la dejara desfalleciente sobre una playa cercana a Kalí. Recordaba haber pasado más de siete jornadas escapando del cazador sin nombre que la atormentaba desde que era poco más que una chiquilla. Sin embargo, cuando al fin le había dado alcance en esa playa donde estaba aterida e indefensa, el cazador solo la había acunado en sus brazos mientras ponía la espada a su costado. No hubo palabras en aquel entonces. Nunca hubo palabras entre ellos dos.

Ahora, tan solo unas pocas semanas después de aquello, el hombre se adentraba por voluntad propia en el único lugar que los de su raza reconocían como propia, Taz-Nel, y sin saberlo, cumpliendo una profecía para ellos antiquísima, se había ofrecido en sacrificio. Keyza no tenía ninguna forma de interpretar todo aquello. Lo único que deseaba era que la lluvia no terminara jamás, porque era lo único que separaba al hombre del hacha de pedernal que abriría su espalda para convertirla en alas; para convertirlo en uno de ellos, en un gifty.

Había sido su presa durante años y ahora los papeles se habían invertido, pensó Keyza, antes de meter la espada en una tosca funda y colgarla a su espalda. Recordó los años acosada por el hombre, quien la acusaba por la muerte de su padre, quien la alejó de su nido y su bandada. Y aun así no podía dejar que él terminara de esa forma. Salió a la ventana olvidando lo que los de su raza no podían hacer y alzó vuelo hacía el centro de Taz-Nel. 

Continuará...

viernes, 15 de febrero de 2019

LA LUNA Y EL SOL (Continuación)


CANTO III: El cazador


     
Andor siguió desde su motocicleta el mapa de las corrientes de aire. La mayoría de ellas, o al menos las más fuertes, las más estables, se dirigían hacia Kalí. Ahogó una sonrisa de triunfo. Aunque no era la primera vez que se dirigía a Kalí, sí era la primera vez que lo hacía por una buena razón. Si estaba en lo correcto, y estaba seguro de estarlo, la gifty intentaría confundirlo ocultando su olor. Tal vez intentaría hacerse pasar por un ser humano, y en esta ocasión había dejado atrás todo aquello que le hubiera permitido emplear un disfraz efectivo. Al tomarla de sorpresa solo había podido escapar con aquello que tuviera puesto. No habría dalia silvestre ni albahaca en su camino. Si era lista, y a él le constaba que podía serlo, buscaría camuflarse en medio de alguna tribu de mecánicos o en alguna Zona de violencia femenina. Con todo, no las tenía consigo, debía ser cuidadosa, pues había algo que Kalí tenía en común con Andor, no toleraban ninguna Gifty. Kalí había sido el hogar, orgulloso, de Skin, el primer cazador, el glorioso hijo del Neón. 

     La historia de la caza, acota entonces Bedoya (2137), es un tema propio de las mitologías posteriores al surgimiento de los gifty y a las luchas de pandillas propias de finales del siglo XXI. En ellas, se entrelaza, por lo general, un héroe masculino que entrelaza su destino con el de una figura alada, por tres temas míticos y específicos: envidia, desengaño o siguiendo el mandato de Eyanael. El resultado era, por supuesto, un ejemplo de los últimos estertores del heteropatriarcado opresor, donde la figura del gran macho dominante se alzaba para subyugar a la trágica fémina con alas que solía ser destruida en el proceso. Estas formas míticas, por supuesto, recogieron pronta y brutalmente, el genocidio del pueblo gifty, contra el que prontamente la UE se declaró en contra.

     Por supuesto, aunque el tema parece similar, La leyenda de Andor y Keyza es una excepción.

     Cuando Andor llegó a la ciudad se dirigió de forma instintiva a los cotos de caza de los suburbios para escuchar a los lugareños. Los giftys se habían hecho cuidadosos con los años y su incursión ya no era común en las ciudades, por tanto, si alguna situación extraña se hubiese presentado, sería el primer lugar donde escuchara algo. No fue en la primera taberna de mala muerte, o en la segunda en la escuchó algo; en la tercera se tomó un maistock que amenazó con volarle la cabeza, y en el cuarto vio a una mujer que se quedó mirándole con fijeza a su vez. Fue entonces cuando escuchó al fanfarrón. (p. 176)

     Vestía a la antigua usanza, y de seguro había heredado el oficio de uno de sus padres. Sin embargo, su apariencia enclenque y el sobretodo cuyo faldón arrastraba, lo delataba como un aficionado, como un niñato, ni siquiera un aprendiz, más bien un advenedizo, un usurpador del cargo. Quizá por eso, ella se hubiera salvado.      

     El aprendiz, se así se le podía llamar, había observado que la manta colgaba de su espalda en un ángulo extraño, se acercó a ella, y con rapidez le arrebató la manta revelando ante todos las alas polvorientas que se abrieron de inmediato en posición defensiva. La gifty era rápida por supuesto, y agresiva, sin duda alguna, pues de inmediato replegó las alas, quebró una botella y se enfrentó con limpieza ante sus adversarios. Un cuchillo voló hacía ella, pero se perdió a su costado, ella respondió lanzando una botella que no erró el blanco. Se escucharon carcajadas, relucieron dientes, navajas salieron de sus bolsillos, de la garganta de la gifty se escapó un graznido. Andor no pudo disimular del todo la sonrisa de orgullo que se le formó cuando escuchó aquello. Lo siguiente fue el caos, y de seguro cada pluma que había caído de sus alas se había descontado en dientes o huesos rotos. Claro, lo que contó el bravucón fue diferente. Él solo se había bastado para acorralarla, de tal forma que ella tuvo que escapar a rastras por el hueco de la chimenea, como una rata, como un extraño Santa Claus. 

     Lo siguiente había sido el vuelo, la silueta alada recortándose contra el cielo, como en las épocas antiguas, como en las épocas de leyenda, y después el vacó, el silencio, como cuando la maravilla ha cesado y el mundo se torna más triste, más oscuro. El final de la historia era celebrado a risotadas, con una libación de maistock a todos, con la celebración del nacimiento de un nuevo cazador, quizá similar al mismísimo Skin.

     La única salida que le quedaba entonces era el mar, pensó Andor. Era el camino más corto hacia la desolación y la soledad. No le importó los maistock que llevaba consigo, con ellos encima Andor subió a su motocicleta y tomó rumbo al mar.

La encontró tirada en la playa. Un pájaro de alas mojadas que no podía con su cuerpo, un pájaro desmadejado, olvidado de sí mismo; un pájaro desvalido, una víctima propiciatoria. Andor bajó de la motocicleta, desenfundó su espada; la mano derecha empuñada sobre las colas de los dragones y las cabezas formando la empuñadura. Un dragón de plata, un dragón de oro, ambos reluciendo bajo la luz del amanecer. Todo estaba cerca de terminar. No percibió respiración en ella, solo el movimiento de sus plumas al ser acariciadas por una suave brisa. Sintió el palpitar de su corazón atronador. El tiempo se ralentizó. Detuvo su mirada en los suaves pómulos, la deslizó por su cuello, por sus cabellos; se detuvo en los párpados cerrados, se fijó por vez primera en lo grande de sus pestañas, en lo perfilado de sus cejas, en el delicado brillo de su piel.


     Cayó de rodillas y se supo vencido. Acunó la cabeza de la gifty y reconoció ante sí mismo que el sentido de su vida había terminado, que ya había alcanzado su única meta, y no podía cumplirla. Clavó la espada en la arena de esa playa anónima y besó la frente de la gifty, sintiendo por vez primera su tenue respiración, el olor de su piel. Después de un tiempo que se le hizo eterno la abandonó tendida ahí sobre la playa. Se montó en su motocicleta y se marchó sin destino alguno.     
(Continuará)

sábado, 9 de febrero de 2019

LA LUNA Y EL SOL (continuación)


CANTO II: La presa
Ilustración: Stephanie Mun Law

Se llamaba Keyza, estaba sola y lo había perdido todo. Durante los últimos meses creía haber encontrado un refugio, sino un hogar, y ahora lo había perdido todo. Su raza no era especialmente afecta a contar el tiempo, así que si alguien le hubiera preguntado desde hacía cuanto huía habría respondido, desde siempre. Desde antes de su nacimiento habría sido perseguida, violada, esclavizada, solo por el hecho de ser lo que era. Había aprendido que la mejor manera de evitar cualquier dolor era no apegarse y estar sola. El viento acariciaba sus alas y se llevaba sus lágrimas. Se había desengañado una vez más, había guardado esperanzas, y ahora, con todo lo demás, como todo lo demás, las había perdido.

     Había sido una tonta, por supuesto, había pensado que su perseguidor se había dado por vencido. Así que al pasar de los días y luego las semanas, llegó a pensar que al fin lo había perdido, que al fin podría tener un hogar, detenerse, descansar. Luego, después de los días y las semanas en paz escuchó la motocicleta, sintió su presencia invadir la paz de su hogar  y entonces escapó. Quebró el domo de cristal sobre ella y buscó perderse en la noche, dejar su aroma en el aire, su frustración en el pasado, para lograr una sola cosa, sobrevivir.  

    Aterrizó en la mitad de una carretera desolada. Caminó descalza, aterida de frío hasta que encontró una manta raída que se puso encima cubriendo sus alas. Entonces se arriesgó a hacer autostop en la madrugada, y así,  en un camión ruinoso ingresó a Kalí.

     Kalí era la ciudad, una tierra de nadie distribuida en diversas Zonas de violencia que alguna vez fueron enseñoreadas por los Hijos del Neón, y ahora no eran más que distritos dispersos donde solo bandas nómadas trasegaban. Hacía mucho tiempo había dejado de ser una ciudad de cuidado para convertirse en un fantasma de sí misma. En aquellos tiempos, a sus propios ojos Kalí era una sombra. Y así, con sus propios pies, Keyza ingresó en la oscuridad.

     Con el abrigo cubriendo sus alas y su cuerpo podía pasar por uno de ellos. Al menos, claro, mientras tuviera cuidado y guardara las distancias. Por el momento se conformaría con un poco de calor. Con ello en mente se dirigió hacia un local de música estridente y mucho humo, un lugar donde camuflarse, descansar por un momento, planear su siguiente movimiento. Al menos claro, si el hombre en la barra no la estuviera convirtiendo en su próximo blanco.

viernes, 1 de febrero de 2019

LA LUNA Y EL SOL




-La leyenda de Andor y Keyza- 



Al igual que la mitología judeocristiana, que vinculaba su origen a un utópico Jardín del Edén, los gifty han vinculado su origen a un lugar por nosotros bien conocido, Taz-Nel. Sin embargo, sería Fernando Bedoya (2132), en su libro Los gifty, el enigma alado, quien se acercaría por primera vez, con propósitos de documentación, a Taz-Nel. Ahí se sorprendería al encontrar La leyenda de Andor y Keyza.   

Nada nos había preparado entonces para ello. Si bien los ritos se apegaban a muchas de las estructuras con las que la antropología y la mitología se habían topado con anterioridad, la forma de relatar la historia, a dos voces nos era completamente desconocida.

     De hecho, de acuerdo con lo recogido por Bedoya (2132), Bedoya & Jiménez (2137) y Armstrong & Jiménez (2138), se destaca la narración casi novelada en una estructura coral.

El hombre, pues siempre era un hombre quien comenzaba, lo hacía con una reconstrucción del momento mítico y la visión de Andor, en tanto la mujer entraba después, a partir del segundo canto, y mostraba la visión de Keyza (…) (p. 96).

CANTO I: El perseguidor
Eran tiempos oscuros. En aquellos años Umeret parecía haberse enseñoreado del mundo y el cielo era de un color indistinto. Sin importar si era de día o de noche, solo había una luz sucia por doquier. Todo había sido inventado ya y el mundo parecía fatigado, roto, vencido. Si alguna vez hubo ingenio en esas tierras se había extinguido o estaba a punto de hacerlo; si alguna vez hubo amor en esas tierras se había retirado a un lugar más amable. Era una época de maravilla, pero no había ojos para verla.

En aquella época, hubo un hombre llamado Andor. Viajaba de pueblo en pueblo, de ruina en ruina, en una motocicleta desvencijada, envuelto en harapos negros, y una espada en su espalda. Una espada sacada del sótano de la vivienda familiar Noar, de la que ignoraba si alguna vez había vertido sangre. No le parecía un objeto particularmente bello, a lo más, útil. Es válido decir que jamás la había observado. Andor no era particularmente listo o apuesto, era más bien una criatura anodina, de esas que se ven una vez y se olvidan en seguida. No tenía una familia ni esperanza de conseguirla, pues solo una idea se movía dentro de su cráneo: encontrar a la asesina de su padre.

     Un día, Andor iba en su motocicleta, los ojos alertas, los músculos en tensión, pues nunca se sabía en qué momento podría el viajero encontrar un asaltante o una presa. Así fue como encontró el edificio a la entrada del pueblo. Estaba abandonado, por supuesto. El tiempo había convertido las obras de los antiguos en lugares propios de temor. Este era una de aquellas construcciones que buscaban acariciar el vientre del cielo y acercar a los hombres un poco más a Armun; un edificio que reflejaba, sin mentir, con frialdad, toda la desolación que se encontraba a su alrededor. En algún momento había sido construido para ser habitado por generaciones. Aún podría ser habitado por generaciones, pero las personas de los pueblos, las pocas que quedaban, temía toda aquella construcción vertical donde cupieran más de dos familias.

     Si los Nueve hubieran querido que viviéramos tantos en un mismo sitio, decían, nos habrían hecho pequeños, pequeñitos, de manera que pudiéramos caber en un valle; si hubieran querido que viéramos tanto en un solo sitio, decían, habrían dejado que todos habláramos un mismo idioma; habrían dejado que todos tuviéramos una misma forma.

     Como no era así, las personas evitaban acercarse a lugares tan grandes, donde tantas personas podrían habitar. Eso nos aleja de la avaricia, decían, nos aleja del orgullo, decían, y era verdad.

        Así que con cierto resquemor Andor aparcó a la vera del camino, para acercarse al edificio con su espada en mano. Se podría decir que en aquel momento era el último hombre del mundo yendo a encontrarse con todo lo desconocido del mundo, y se diría verdad.

     Lo primero que notó fueron las plumas. No muchas, por supuesto. Algo de plumón y fitopluma y, por supuesto, una que otra rémige enredada en los árboles y arbustos que rodeaban el edificio. Si no se tenía en cuenta el tamaño se podría pensar que se trataba de un ave cualquiera, incluso un ave grande, un cóndor o algo así. Sólo que los cóndores habían vuelto a su hogar, a los brazos de Armún mucho tiempo ha.

     Lo primero que encontró al abrir la puerta fue el olor, un olor a humedad, encierro y cierta descomposición por lo bajo. Pero lo que lo maravilló fue el tamaño descomunal de todo, el espacio enormemente desperdiciado y la luz reflejándose en todas las superficies, ganando fuerza a medida que se multiplicaba, dando a las mesas y sillas y picaportes y lámparas y basureros un aura de maravilla. Por un momento, solo por un momento, se sintió como un niño que entra en un cuento de hadas. Luego escuchó las risas y el aleteo. No estaba cerca, por supuesto, pero en todos sus años de búsqueda era lo más cerca que había estado a la asesina de su padre, o al menos a una de su raza. Apretó sus dientes, buscó la escalera más próxima, toda cristales y cromo, y emprendió el ascenso espada en mano.

     Entre todas las razas, la de los Gifty es la más joven y la más salvaje. Los que saben cuentan que salió de la noche a la mañana justo en medio de Taz-Nel, que desde ahí elevaron su vuelo y su canto, y que desde entonces enfrentaron al hombre, pues Eyanael había mirado su forma y le había sido desconocida de entre todas las criaturas del sueño, y por eso desconfío de ella, y por eso ordenó al hombre que cazara a los Gifty. Y así el hombre los cazó, porque Eyanael así lo quería, aunque de cuando en vez se escuchaban otras historias: historias que hablaban de ancianos y de niños a los que ellas habían salvado o habían bendecido con su canto; historias que hablaban del amor de un Hijo del neón con una presa; historias que hablaban del afán de Skin, el primer cazador por cobrarse el amor de Atón. Historias. Hay quienes alegan que se trata de una raza con algún tipo de inteligencia y de consciencia, hay quienes afirman, por el contrario, que no tienen más inteligencia que un perico o una iguana.

     Lo cierto es que no existen historias verídicas acerca de los Gifty más allá de eso. Su nombre no está incluido en el Tarmadón, y nadie ha querido acercarse a Taz-Nel, o siquiera buscar su emplazamiento desde tiempos inmemoriales.

     Uno a uno Andor subió los peldaños. Uno a uno registró los diferentes cuartos, tropezando ora con muebles, ora con maniquíes que se le venían encima, ora con tinieblas cerradas, sin encontrar más que tinieblas y silencio. Le extrañó no encontrar siquiera un animal silvestre en alguno de los resquicios, ni tan siquiera cucarachas o chuchas. Al acercarse al último piso fue cuando la vio bañada por un rayo de luz que caía directamente desde una claraboya iluminando los rizos negros, la piel aceituna, el pecho proyectado hacia el frente, las alas desgreñadas y, aun así, perfectas. La respiración lo abandonó, las piernas le flaquearon, nuca había estado tan cerca. Empuñó con fuerza la espada y antes de siquiera poder iniciar una carrera, la criatura, la maldita cosa, plegó sus alas lanzándolas hacia abajo, impulsándose hacia arriba, rompiendo la ventana más próxima para zambullirse en el cielo gris y, luego, perderse en el horizonte.

     Fue entonces cuando él se quebró. Por vez primera se quebró. El mandato de su padre lo había sostenido los últimos diez años y estando tan cera no había podido cumplirlo. Sintió el peso todos esos años perdido entre carreteras polvorientas, bares de mala muerte y ruinas olvidadas; sintió por primera vez todo el sinsentido, la soledad a la que se había sometido para probarse en ese momento, en ese púnico momento, y en lugar de sentirse exultante por al fin tener un vistazo de su presa después de tanto tiempo al acecho, se sintió desorientado, sin esperanza, abrumado. ¿Cuánto tiempo tendría que volver a pasar?, se preguntó, ¿cuánto más de su vida tendría que dedicarla a la caza?, ¿cuánto tardaría al fin en convertirse en hombre?, ¿cuándo dejaría de ser el chiquillo que no podía cumplir el último deseo de papá?

     La poesía diría que Andor se quedó ahí parado jornadas enteras. La realidad, de carácter más prosaico, fue más sencilla. Andor terminó de subir las escaleras y rebuscó en el último piso hasta encontrar el lugar donde la criatura había vívido al parecer desde hacía varios meses. Se detuvo en el nido tejido con mimbre y recubierto de suaves pieles; observó con cuidado las prendas de recambio que la gifty había dejado dobladas sobre una silla. Encontró que el olor en ellas era suave y delicado; sintió el perfume a dalia silvestre, a albahaca. Al parecer la gifty había creído encontrar una morada permanente, y tal vez, solo tal vez, se encontraba desesperada. Sin proponérselo una fina sonrisa se dibujó en su rostro.
(CONTINÚA)