Una nueva doctrina se impuso de repente en el imperio (el hecho de que hoy sea una doctrina olvidada no importa mucho, pues su libro está siendo redescubierto, reescrito, dirían algunos). La doctrina del sueño. Según ella, toda la existencia no era más que el sueño de una deidad incomprensible que buscaba encontrarle sentido a la existencia. Esa doctrina, sustentada en un extraño volumen llamado Tarmadon, se impuso con prontitud y trajo cierta paz a los habitantes del imperio.
Pronto los templos dedicados al dios del sueño, se extendieron por doquier y en él se congregaban los creyentes a hablar de las imágenes que contemplaban cuando dormían. En ocasiones, algún soñador era llamado por un sacerdote y no se le volvía a ver en la ciudad, desaparecía su nombre, su historia, cualquier razón de su existencia. No había funeral ni búsqueda ni dolientes. Había historia de quien lo reconocía muchos años después en otro templo en otro confín del imperio. Sin embargo, esas afirmaciones eran tenidas por delirios, por visiones.
En algún momento el Hombre de Negro recordó su sueño con el hombre de ojos de plata desvaída y acudió a contar su sueño a uno de los templos. Un sacerdote le escuchó, y mientras lo hacía se le subieron los colores al rostro y empezó a empujar al hombre de Negro del templo. Nunca había sucedido, nunca volvió a suceder.
Esa
noche el Hombre de negro volvió a soñar con la figura de ojos de plata. Soñaba
que sonreía.
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