-EL DESPERTAR IX-
Se despertó de manera diferente en la mañana. Si es que a aquello se le podía llamar despertar. Si bien se reconocía como alguien melancólico, Martínez no era del tipo depresivo. Al menos hasta esa mañana.
Los párpados le pesaban de tal manera que llegó a sentirse drogado. Luego sintió que su existencia no valía la pena, que no había ningún motivo, más aún, en alguna parte de su mente, se descubrió atónito porque no tenía fuerza alguna para levantarse. Solo se quedó tirado en la cama sin querer hacer nada, sin querer pensar en nada. Sin darse cuenta se le fue yendo el día sin acercarse siquiera a la cocina a prepararse un café o a buscar algo que comer. Martínez no se reconocía en el individuo derrotado de ese día, el individuo que empezaba a desconectarse de su ambiente, que no estaba respondiendo a las llamadas telefónicas, que se estaba sumiendo en la oscuridad y que solo quería poder dormir y desvanecerse.
En algún momento, entre uno y oro parpadeo, creyó ver un par de ojos de vieja plata desvaída que lo contemplaban desde un rincón del cuarto. Escuchó que alguien tocaba la puerta, primero con timidez y luego un poco más fuerte, para comenzar a llamarlo y luego renunciar. Quiso arrastrarse entonces fuera de la cama, echar un grito, decir que nos e sentía bien, pero lo único que pudo hacer fue hundirse más en las cobijas bajo el atroz calor de la noche que ya comenzaba a invadir el mundo, las tinieblas que hacían juego con las de su mente y que le hacían pensar en la inutilidad de todo, de su historia, de su existencia, de su tentativo futuro.
Martínez recordó que tenía la vieja barbera de su padre en alguna parte de la casa, una barbera antigua, tan afilada, que no tendría ningún remordimiento para ponerle fin al hilo de su vida.
Andor Graut