VOZ
En su
oscura casa de piedra las tejedoras realizaban su oficio. Átropos preparaba sus
tijeras…
Las
voces en su mente le torturaban de noche y de día sin darle paz ni descanso.
Habían comenzado con cosas sencillas, diciéndole que no era suficientemente
bueno o capaz, para luego ir progresando y dejarlo, de forma literal, al borde
del abismo. Las voces ya no razonaban, ya no se contradecían, ahora eran una
sola palabra que se sentía como un zumbido de fondo: Hazlo.
Sentía el viento contra su cuerpo y era
consciente de la multitud que comenzaba a formarse abajo, en la entrada del
edificio. Sentía el palpitar de la sangre en las sienes, sentía la llamada del
abismo, podía acariciar la libertad. La voz rugía furiosa: Hazlo.
La vida pasaba frente a sus ojos. Las veces
que había sacado malas notas, cuando quebró el jarrón preferido de su abuela;
cuando uno de sus compañeros – amigo no, él no había sabido nunca lo que era un
amigo- se había cuadrado con la niña que le gustaba; cuando perdió el año dos
veces; cuando comenzó la bebida y su mujer lo había dejado; el rostro de
decepción de su hijo. La voz era cada vez más imperiosa: Hazlo.
Recordó cada vergüenza, cada sufrimiento,
cada decepción, cada sinsabor. Apretó los dientes. Alzó uno de sus pies sobre
el vacío. Alguien gritó allá abajo a sus pies. No la voz en su cabeza, si no
una voz ajena, desconocida, una voz impresionada, llena de terror. Otros
recuerdos acudieron a su mente. Había un castillo en esos recuerdos y un corcel
blanco y un mago poderoso; un par de rostros infantiles mirándolo con
adoración; una mañana fría de octubre; una lluvia pertinaz donde un perro
corría a su lado. La voz arremetió de nuevo: Hazlo.
Contuvo la respiración. Los segundos
duraron horas. Devolvió el pie a su anterior posición. Desistió. Fracasado,
incapaz, inútil, se alzó la voz todopoderosa y brutal. Un policía al fin había
logrado abrir la puerta y se lanzó hacía él.
Necesito ayuda, alcanzó a musitar antes de
que las voces se adueñaran de nuevo de su cabeza.
Átropos sonrió amarga, Laquesis continuó
con su tejido…
Andor
Graut
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