Me
levantó a las diez de la noche y me miro en el espejo. Veo mi piel pálida, mis
dientes putrefactos, el gusano que me sale del ojo; veo los hongos que salen de
mis ojeras; huelo mi aliento a tumba abierta. Me hace falta más tierra de
cementerio en las uñas y en el sobaco, así que me pongo en ello. Alisto entonces
mi mejor traje, todo raído y roto, sucio por el paso de los años y el escape
entre espinos y alambradas. Mi madre me mira, dice que voy deslumbrante. Así
que enfilo hacia el trabajo, y justo, poco después de entrar la encuentro.
Bella como siempre, su piel resplandece bajo la luz de la luna en contraste con
la oscuridad de su cuarto. El viento mece un poco las cortinas. De repente abre
los ojos y por un momento conozco la paz que hay detrás de la muerte. Le
muestro entonces mi mejor sonrisa, esa que mi mamá dice que es solo dientes, y
me espanta su alarido.
No
hay cómo, llevo más de dos años conquistándola y ella sigue escapándose,
evadiéndome. Lo gracioso es que, tarde o temprano, cuando ella de su último
suspiro, vendrá a mí, como las otras, sin remedio.
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