SUCEDIÓ
entonces que el bufón bajó de la montaña.
Se
encontró con un pueblo vacío y asustado. Las ventanas se cerraban a su paso, y
por no haber, no había un solo perro en la calle. Hasta los pájaros volaban
espantados. El bufón, entonces, exhibió su mejor sonrisa, hizo tintinear su
gorro de cascabeles y dio una gran voltereta.
Un
niño, asomado por el resquicio de una puerta largó una carcajada. El bufón hizo
gala de sus mejores muecas, sus morisquetas más logradas. El resultado fue un
coro de carcajadas y unas cuantas risas contenidas, a la que siguieron unas cuantas
toses.
El
bufón siguió así, y atravesó el pueblo. No se detuvo en él, no lo buscaba. En cambio,
sabía que los habitantes no lo apartarían de su lado, lo tendrían en sus
conversaciones.
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