Fue
uno de los que escuchó el canto de la ballena, y con ellos se reunió al pie del
valle. La ballena cantaba y ellos se embelesaban en las figuras que se iban
formando en su mente; figuras que hablaban de un nuevo comienzo y de una nueva
tierra erigida sobre las cenizas de la anterior; figuras que hablaban de una
promesa.
Como
él eran cientos de chicos los que escuchaban a la ballena, libres de la
imposición de sus padres y del colegio y de todo lo que quisieran los mayores. Además,
la ballena era sabia. No a la manera de los adultos, si no a la manera de los
dioses. Había nadado miles de kilómetros en el océano y luego sobre la tierra
llamando a sus seguidores para hablarles de la nueva tierra y la nueva promesa.
Él había escuchado muchas veces esas promesas, y por eso no las creía. La había
escuchado de los creadores de internet, y de los presidentes y de los youtubers,
y de sus padres, e irremediablemente todos habían mentido. ¿Por qué creer
entonces en la ballena?
Entonces
ella le habló sólo a él, y en su escepticismo basó su iglesia. Aquella fue la
mañana del Octavo día.
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