Quemó la biblioteca por entero. Redujo
a cenizas cada tomo, cada página, cada recuerdo asociado con ella; quemó
cartas, flores secas, plumas encontradas, notas de amor. Quemó fotografías,
muñecos separadores… quemó su vida entera. Con cada libro que quemaba sentía
que se iba una fibra de su ser, de su alma eterna; con cada página condenada al
olvido, sentía que la esperanza de cualquier futuro se desvanecía.
Pronto las llamas crecieron alto
y comenzaron a rodearlo. Llamas alimentadas por amores imposibles, por
búsquedas de venganza, por revisiones históricas, por ásperas naves que surcaban
el universo de futuros inconcebibles, por sesudas revisiones de los hechos a la
luz de argumentos cada vez más oscuros; por raudas líneas de luz hechas palabras…
Pronto ardió su carne también, y
después de su carne ardieron las calles, la ciudad y el país entero, para luego
apagarse y dejar al mundo entero sumido en las tinieblas.
Tiempo después, el Cromañón le
dijo a otros, ¡qué buena fogata aquella!
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