Se encerró en su castillo como
el príncipe Próspero en su palacio. Pero en lugar de habitarlo con todos sus súbditos
para una última e infame orgía, él decidió habitar cada cuadro con sus
recuerdos. Afuera la raza humana decaía y se iba agostando poco a poco, sin
sufrimiento, pero también sin esperanza alguna. A él ya no le podría importar
menos el futuro. Descendida Leonora al sepulcro, sólo le quedó rememorarla. Día
tras día y noche tras noche se sumergía en sus recuerdos. Afuera, el mundo se
resistía. Sin esperanza, pero resistía. La humanidad no sabía ser de otra
forma.
Él se
desliaba solitario en el laberinto de pasillos y escaleras de su castillo;
sumergiéndose en las botellas de vino de su cava y declamando poemas antiguos.
¿Acaso no era su risa la que provenía del comedor?, ¿acaso no era ella con el
vestido rojo a que atravesaba el pesillo del fondo?, ¿no se oía cómo se iba
llenando lentamente la tina?
Leonora
había amado la humanidad, y por intermedio de ella, él había sentido lo mismo.
Afuera ya no estaba la sonrisa de Leonora, sólo la gente que ya sólo moría sin
exhalar un quejido, sólo caía, como disculpándose por importunar sus
pensamientos. Alguna vez él había sido un científico. Tal vez, podría recordar
cómo serlo. Así que se puso en ello, con la misma ferocidad que se puso al lado
de Leonora para cuidarla en su enfermedad. ¿No decían esos sus votos?, ¿en la
salud y en la enfermedad, hasta que la muerte…?
Se afanó.
El tiempo que antes gastaba en beber y en recordar, lo gastaba ahora en probar
anticuerpos y cadenas virales y burlando las contraseñas del ARN. Finalmente
descubrió, no solo la cura contra la enfermedad, si no contra toda enfermedad.
La probó en sí mismo y salió del castillo a buscar personas, cualquier persona
para compartir su cura.
No hubo
nadie, por supuesto.
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