HUÍA. No sabía desde hacía cuánto tiempo. Sólo huía.
Atravesó campos, calles túneles, bosques y ciudades derruidas. Sola. Siempre
sola. Era vieja y veía mal. Era vieja y sabía que estaban cerca los últimos
días de su vida. Sin embargo, la vida en la ciudad se había detenido y las
fuentes de alimento se estaban agotando.
En medio de la noche se acercó a
un conjunto de edificios y probó suerte en el primero de ellos. Arrimada a las
paredes. Siempre arrimada a las paredes se detuvo. Su nariz no detectaba nada
en el aire. Parecía no haber peligro. Además, la noche la amparaba. Subió uno,
dos, tres pisos, sin que nadie le atacara ni le detuviera. Ninguno de sus
especie o de otra se interpuso en su camino. Al fin encontró un portal
descuidado. Lo atravesó como un rayo. Recorrió el lugar; parecía limpio, aunque
algo desordenado. Se hizo un sitio en el primer espacio que encontró y antes de
que pudiera saberlo siquiera se quedó dormida.
Soñó. Por supuesto que soñó. Lo
mismo que en todos sus sueños, lo mismo que toda su vida. Huir, huir y huir.
Despertó y encontró que alguien había dejado comida junto a ella. No lo pensó
dos veces, devoró. Tenía hambre, ¡tanta hambre! El dolor de estómago llegó
después. Caminó de nuevo por el apartamento sin encontrar a nadie. De nuevo durmió
y comió lo que habían dejado junto a ella. Entonces comenzó el ardor. Un fuego
que le quemaba por dentro y le obligó a salir en la búsqueda de algo con que
apagarse. Entonces sintió el zapatazo, luego el palo de escoba que la lanzó
contra una pared. Chilló, se defendió como pudo y salió arrastrándose. De nuevo
a su vida. O eso pensaba mientras el fuego en su interior la consumía
lentamente.
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