CUANDO se acabó el fin del mundo ellos se mantuvieron
juntos en el castillo de las montañas. Juntos aprendieron nuevas cosas y
sonrieron ante todo lo que les quedaba, todo el amor y la amistad y la
esperanza. Se entrenaban juntos a sabiendas de que los dragones vendrían por
ellos en algún momento, a sabiendas que lo que tendrían no sería para siempre.
Sin embargo, se prepararon lo mejor que pudieron, mientras afuera la oscuridad
era cada vez más densa y engendraba criaturas cada vez más feroces, criaturas
para las que ni siquiera tenían nombres.
Por supuesto, tenía que haber un momento para la
despedida, tenía que haber un momento para que fueran a conquistar de nuevo la
Tierra, mientras los más pequeños se quedaban y seguían su entrenamiento, su
preparación. Así que el más viejo de ellos vio partir a sus amigos y a su amada
y se quedó con los más pequeños, allá en el castillo de las montañas. Les dio
su bendición, mientras secretamente esperaba que ninguno de ellos cayera
enfrentando a los dragones, a sabiendas de que su esperanza era vana.
Ellos se alejaron, entonces, en la madrugada del tercer
día, con las sonrisas encendiéndoles los rostros y cuando fueron un punto
indistinguible a lo lejos, el más viejo, el que había decidido quedarse, reunió
un grupo de chicos, les invitó a tomar las espadas diciéndoles lo primero que
le habían dicho hace mucho tiempo: Recuerden tener la punta lo más cerca
posible de su adversario.
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