-REALIDAD III-
Mucho duró el desierto y mucho duró su caminar. Al dormir invariablemente, soñaba con Antora, con su risa, con su cabello, con la absurda estola azul en su cuello. Ella le contemplaba a su vez, pero nunca le decía una sola palabra.
Despertaba con arena en los labios, arena en las botas, arena en todo el cuerpo. Sólo había arena doquiera mirase. Un resplandor dorado absurdo que lo enceguecía, aunque no importase, porque el paisaje de locura era el mismo día tras día, con el mismo sol que no se movía un ápice del cenit y contra el que nada podía hacer.
Caminaba hasta que sentía que necesitaba parar. No era exactamente cansancio lo que sentía, solo desaliento. Entonces se enterraba en la arena para descansar algún tiempo que ya no sabía medir de ninguna forma.
Al principio pensaba en el pueblo que tenía que rescatar. Luego, poco a poco, esa urgencia fue remitiendo, desgastada por el sol, la arena y el horizonte. Luego comenzó a pesar en lo que haría al final del desierto, pues todo habría de tener un final. Ahora, solo pensaba en el siguiente paso que tendría que dar.
Un día, sus piernas simplemente lo traicionaron y dio con su cuerpo en tierra. Se quedó tirado, pues en su largo tiempo de vida, era la primera vez que su cuerpo le fallaba. Sintió que estaba gastado, que hacía mucho tiempo no pensaba en absolutamente nada que no fuera el sol y la arena, la arena y el sol.
Habría llorado de haberlo podido hacer.
Fue ahí, en medio (o a un lado, o arriba, o abajo, las direcciones habían dejado de tener sentido alguno) del desierto cuando se encontró con el conejo.
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