-SABLE X-
Hubo una vez un chico que soñó. Soñó en algún momento con viajar a otros mundos o capturar a los malos. Soñó luego con hacer carrera y ser admirado. Entonces murieron sus padres y solo soñó con ellos. Durante mucho tiempo soñó con ellos. A veces hubo otros sueños. Sueño de los que solo recordaba nombres como Armún o Tzad-Al-Buld. Eso, antes del trabajo o del estudio. Entonces la rabia lo invadió y solo pudo soñar en rojo, en fuego y en destrucción. Los edificios quemados, los ataques con cocteles molotov a los bancos no habían sido suficientes. En esos días sus sueños solo estaban teñidos de desconcierto. Luego vino lo del accidente y el desierto.
Había pasado mucho tiempo en el desierto. No sentía sueño, pero dormía, no sabía cuánto, y no había sueños. Tampoco hambre o sed. Fue entonces qué empezó lo extraño. A pesar de que solo había desierto alrededor, comenzó a fijarse en lo que le rodeaba, y a notar que no era solo arena, aire y lo que fuera que se vislumbrara en el horizonte. Así, por ejemplo, cada grano de arena era un mundo, y cada mundo poseía otros mundos en sí mismo, que a su vez poseían sus propias realidades y mitología y creencias y existencias. Mundos habitados por criaturas tan ciegas como hasta hace poco lo había sido él. Y todos los mundos tenían algo en común, eran meras ilusiones. Solo eran polvo en los labios del dios del viento.
Se acercaba a su objetivo, doce monolitos o más que rodeaban algo que no alcanzaba a verse bien. Pasaron días o meses hasta que pudo mejor las cosas. Era un verdadero palacio de piedras de todas las formas y tamaños, que parecían diseñadas de las maneras más variadas y de las más diversas edades. Allí había lo que parecía un círculo casi perfecto con el rostro de una salamandra bastante enojada; allá un pequeño montículo que dejaba ver una suerte de manojo de pelos con múltiples ojos a su alrededor; acullá algo muy antiguo que parecía reptar furtivamente.
Sin embargo, los más impresionantes eran los monolitos mayores que estaban dispuestos en círculo. Parecía viejos, más bien atemporales, y en ellos a duras penas se adivinaban unos rasgos antropomórficos en unos, bestiales en otros, pero todos exhalaban una cierta impresión de pena, derrota y fracaso.
Luego, en el centro, estaba el sable.
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