“Y comprendo que es rubia y altiva e inaccesible; porque es
diferente. Toda relación es imposible.
Pertenece a otra raza.”
Jacopo Belbo.
El Hombre Sin Nombre camina a través de una atmósfera densa como
fuego líquido. Todo es dorado. Dorado salvaje sobre su cabeza; ardiente dorado
bajo sus pies desnudos. No lo atormenta
ni el hambre ni la sed, desconoce los conceptos asociados a esas sensaciones,
nadie ha existido para atribuirle esas limitaciones. Su rostro no muestra
ninguna emoción, ni tan siquiera hastío a pesar de que ya ha perdido la cuenta
del tiempo transcurrido desde que inició su andar implacable.
La monotonía del desierto refleja la monotonía de su alma.
Al cabo de algún tiempo -que el vértigo me impide computar en
décadas o siglos- una blanca figura estática se deja apreciar en el horizonte,
sus rasgos aún son indistinguibles, pero algo que el Hombre Sin Nombre no se
afana en comprender le obliga a acelerar el paso.
A medida que se acerca diferencia el cobrizo tono de la piel, el
blanco vestido que la cubre, los rubios cabellos, la exacta medida de su
altura, la delicadeza de sus rasgos; lo último que descubre es la luz que anima
sus ojos y que sabe a ciencia cierta que él no posee ni poseerá jamás.
Mientras todo esto sucede la mujer -pues de una mujer se trata-
juguetea con el extremo del velo, semejante a una dulce sierpe, enlazado en
tomo a su cuello.
— Te esperaba —le dice—, no creía que pudieses llegar pero te
esperaba.
El Hombre Sin Nombre se maravilla menos del sonido que llega a
sus oídos, semejante al canto de las aves que alguna vez ha escuchado, que de
la comprensión que ilumina su mente.
—¿Q-quién eres? —logra articular finalmente con voz pastosa.
—No Extraño, si alguna vez llegas a saber mi
nombre me perderás —se detiene y luego añade—
Aunque no sé sí quizás para siempre. Pero si quieres puedes llamarme
Antora, aunque hay quienes me llaman Umeret. Y luego, —cuando el pesado
silencio se hacía casi insoportable para el hombre que había sido llamado
Extraño— ¿quieres caminar?.
Son largos los días y las noches en que ambos caminan tomados de
la mano. Largos días y noches en que ella le cuenta las historias que animan
esa tierra desconocida y salvaje. Historias como la de Andrew Noar, que violó el
tabú que regía a su tribu y se vio obligado a perseguir y dar muerte a una
Sombra que se hacía a llamar Némesis, la historia del acero que le perteneció y
que está esperando su regreso en un sangriento campo de batalla, la historia
del deseo que tienen las gentes de que algún día regresen los ángeles de la
creación para que todo vuelva a ser bello y bueno. Y mientras ella habla, él
calla y reflexiona aprehendiendo las palabras con las que se puede nombrar el
mundo. Y mientras él calla, ella ríe con un sonido refrescante que hace menos
densa la atmósfera del desierto.
Una noche -ya no importa cual- ella le pide que la abrace pues
ya han sido demasiadas los milenios de frío los que ha soportado y necesita
algo de calidez que haga que por un instante todo tenga sentido. Así lo hace
él, descubriendo con sus manos, por vez primera, la absoluta certeza de un cuerpo -ese cuerpo- entre sus brazos. Mientras una nueva
emoción,cuyo nombre no le ha sido revelado por las historias que ella le ha contado, le
obliga a estrecharla con más fuerza contra sí.
Al final, exhaustos y ansiosos, ambos se miran a los ojos y
antes de que el sueño, el dulcesueño, descienda sobre ellos; él habla sin que ella pueda hacer nada para
evitarlo.
- Ya sé cual es tu nombre, tu nombre secreto es Ilusión.
La oscuridad se hace repentina sobre sus ojos sorprendidos y
escucha su sentencia:
"Vivirás como un desesperado, y en las largas noches que
presienten el desierto entrarás en la Soledad que es tu reino".
Cree, pero no lo sabe -y reflexiona sobre ello en el infinito
instante en que dura la oscuridad- que ha captado amargura en esa voz. Cuando finalmente puede abrir
los ojos descubre los rasgos de la mujer que ha amado finamente esculpidos en
la arena mientras una brisa suave comienza a desdibujarlos lentamente.
Deja caer una sola lágrima sobre la figura desvanecida y toma el
anillo de plata que ella llevaba en su siniestra. Alza la mirada y la fija en
las ruinas de los edificios que señalan el final del desierto. Siente un ardor
en la garganta que reconoce como sed y comienza a caminar.
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