Un árbol gigantesco se alza sin
hojas en medio de lo que alguna vez fue un valle. Es un fresno. De sus ramas
penden como frutos siniestros cabezas de hombre recién cortadas. Todas tienen
estampados en su rostro las huellas de un último grito suplicante. La tierra
bebe de la sangre que aún gotea de sus cuellos. Es lo que mantiene viva la
tierra, lo que mantiene vivo el árbol y, por ende, lo que sostiene el universo.
Son las cabezas de los que alguna
vez osaron pedir el conocimiento absoluto y la vida eterna. Sus ojos aún se
mueven. Sopla el viento. De repente, todas las miradas convergen en un solo
punto.
Una figura aun lejana se dirige
al encuentro del guardián del árbol, un anciano albino de ojos ciegos y piel
apergaminada que viste de harapos incoloros. Sostiene en su espalda un par de
alas gigantescas que algún día fueron blancas y que hoy están mohosas, dando
habitación a innumerables insectos. Su boca desdentada está oculta por una
maraña de pelos que asemeja una barba, unos cabellos ralean en su cabeza, sobre
la cual gira incansable una espada flamígera. El anciano en otro tiempo fue
llamado Miguel o Gabriel.
La figura que se dirige al guardián
se halla cubierta de sangre y polvo. En el centro de su pecho hay un agujero
que sangra constantemente. La mano derecha de la figura se alza hacia el
anciano albino un corazón que aún palpita. El anciano, que tal vez se llame
Miguel o Tiresias, abre sorprendido los ojos ciegos. El otro levanta la cabeza,
ensaya una sonrisa y enfrenta con sus negros ojos la mirada que busca traspasarlo.
- -Eres…- empieza el guardián.
- -Sí – le interrumpe el otro -, el condenado, el errante,
tal vez Averashnarus o quizás Caín.
Las cabezas caen de Ygdrassil. Un trueno rasga el
horripilante silencio y se hace por fin la benéfica oscuridad.
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