Huía en su sueño, y en él un dolor lacerante le
atravesaba el pecho y lo tumbaba a tierra sin darle oportunidad a levantarse. La
escena se repetía ad infinitum como la salmodia de un maniaco hasta que poco a
poco fue recuperando su conciencia.
Al principio percibió solo una cálida humedad que lo
mecía con delicadeza. Luego, cuando se decidió a abrir los ojos, se topó con
una luz cegadora. No insistió, apretó los parpados y se dejó llevar.
Tiempo después despertó de nuevo. La luna en el cielo se
hallaba en cuarto creciente y se encontró abandonado en las riberas de una
playa desconocida. Sintió entonces que algo manaba del dolor ardiente inscrito
en su pecho. No se sorprendió al constatar el hecho, solo sintió curiosidad,
como si la humedad pegajosa que seguía manando desde su interior no tuviera
nada de vital.
Alzó una mano hacia su frente y se detuvo a medio camino.
La observó con minuciosa atención, reconociendo los finos y largos dedos, la
suavidad del contorno, la fina textura de la piel. Se detuvo, admirando con una
apatía exquisita la gota de brillante y espeso líquido rojo que se formaba en
el hueco de su mano para luego caer sobre la punta de su nariz y deslizarse en
silencio rodeándole los labios. Si se abstuvo de probarla fue por un impulso
atávico que le advirtió que hacerlo sería una aberración extrema que a el no le
estaba permitida. Pero ¿quién era él? Dejó caer su mano y miró al cielo
esperando una respuesta.
Luego reconocería como angustia la sensación fría y punzante
que le hizo apretar los dientes y clavar los dedos en la fina arena de la playa
cuando comprendió que no sabía qué ni quién era, que su recuerdo más lejano era
el lerdo golpetear del agua alrededor de su cuerpo, que desconocía su historia
y propósito.
El Hombre sin Nombre se irguió lento y pesado por primera
vez en esa tierra desconocida y solitaria, intentando controlar su cuerpo
rebelde. Finas gotas de rocío comenzaron a caer y lo despojaron del manto de
sangre que lo cubría de pies a cabeza, dejándolo tan blanco como las arenas de
esa playa de alabastro. Con un instinto que nunca sabría que le era ajeno se
volvió hacia el lugar donde el océano le había arrojado para descubrir la forma
de su cuerpo tiñendo de sangre la playa.
Cuando comenzó a caminar no sabía que en ese preciso lugar
se originaría su leyenda, cuando hombres errantes encontraron la sangrienta
huella de su arribo a la tierra y comentasen el nacimiento de un dios de venganza.
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