sábado, 1 de agosto de 2020

CASTILLO


 
 -CASTILLO-

     Simplemente apareció frente a él en medio de la selva. Una colosal masa de piedra con puertas y ventanas y estatuas que estaba siendo devorada por raíces, hojas y troncos; dignificada por un lado y reducida a polvo por otro. El esqueleto de un ser que había muerto quién sabe hacía cuánto tiempo. 

     Entró en el castillo a través de un portón que parecía haber sido creado para un dragón. Los batientes de madera podridos habían dado paso a una cortina de raíces. Miles de ojos detrás de él brillaron y echaron a volar. 

     Atravesó un pasillo infinito que era alumbrado aquí y allá por una multitud de haces de luz que entraban a través de aberturas del tamaño de la cabeza de un alfiler. En ocasiones, escuchaba el rugir de un jaguar y en otras el arrastrarse de una serpiente. Los murciélagos que volaban encima de él levantaban ecos que reverberaban por espacio de minutos enteros. No le habría sorprendido encontrarse un Hodorón o a la misma Umeret. Al final -todo lo tiene- salió a un patio en cuyo centro encontró los restos de una fuente donde todavía corría el agua, aunque su forma se hubiera desdibujado por las heces de los animales y las enredaderas que la cubrían. Le sorprendió descubrirse apesadumbrado, aunque se deshizo de la sensación buscando un lugar donde descansar. 

     Lo despertó lo que pensó era un trueno, pero no había lluvia ni relámpagos. La tierra tembló y el aire se tiñó de un olor a carne podrida. Le sorprendió escuchar una conversación muy por encima de él una conversación que no entendía, seguida de sollozos, gritos ensordecedores y, después, armas que se arrastraban. Se alistó para el combate inminente. Entrevió una pierna gigantesca al fondo del patio. El estruendo de pies corriendo fue suficiente para arrojarlo al suelo haciendo que se tapara los oídos y apretara los dientes. Luego, el bendito silencio. Encontró lo que parecía ser una vieja rama a manera de defensa y se apertrechó en un rincón esperando ser atacado. 

     Nada sucedió. Lo sacó de su ensueño la risa de un niño que colmaba todos los rincones, echando a volar un montón de pájaros. O al menos lo que él creyó era un montón de pájaros. Se movió hacia el sonido, cuando sintió que un caballo del tamaño de un oso lo tumbaba a un lado. Alcanzó a vislumbrar una piel blanca y unos adornos de plata que se desvanecieron frente a él. Luego más pasos, gritos de guerra que lo tumbaron de nuevo. Entonces apareció el fuego, que lo obligó a errar por cuartos llenos de oros y piedras preciosas, en medio de armas cubiertas por la herrumbre y las cagadas de murciélago. Fue lanzado contra paredes y aplastado por animales que corrían despavoridos, en algún momento una suerte de monstruo peludo jugó con él en sus fauces y luego lo escupió como un juguete roto o demasiado usado.   

     Después de lo que parecieron siglos vio de nuevo la luz al fondo de una abertura. Se arrastró como pudo hasta ella, hasta que pudo salir de ese enloquecedor castillo. Cuando se encontró de nuevo a salvo en la selva se volvió justo a tiempo para que un rayo de luz como una espada celestial se abatiera sobre las ruinas, que comenzaron a encogerse sobre sí mismas, a consumirse y a reducirse a polvo hasta que no quedó de ellas nada más que el recuerdo que el Hombre sin Nombre pudo haber guardado en esa noche de pesadilla. 

     El Hombre sin Nombre les dio la espalda y comenzó a caminar.

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