Alguna vez fue un conejo como todos los conejos. Un instinto ocupado en comer zanahorias y copular. Una criatura destinada a ser amada por los niños, perseguida por los zorros y enviada a la olla de vez en cuando para ser parte de un rico guiso. Ahora, todo ello no era más que un lejano recuerdo, una pequeña molestia pulsátil en la parte de atrás de su cabeza. El conejo había dejado de ser lo que era para convertirse en otra cosa.
Caminaba ahora, un conejo blanco con unos grises ojos de palta desvaída, por campos y bosques que no terminaba de entender, un satélite de la voluntad de Eyanael. Así, el conejo se vio de repente en lo alto de una montaña, y, luego, desplazándose por el aire, rompiendo los límites del planeta y navegando por el espacio. Allá, donde ningún otro conejo había llegado antes, donde ninguno de su especie habría podido atreverse jamás.
No tenía hambre. Tampoco tenía necesidad alguna de alimentarse, a decir verdad, lanzado más allá de la atmósfera, ni siquiera tenía necesidad de respirar. El conejo había dejado de obedecer las leyes de la física, de la química o de la misma existencia. De haber tenido algún tipo de consciencia, esta habría estado aullando de terror y sobrecogimiento en alguna parte de su cabeza. Sin embargo, era un conejo, por lo tanto, solo avanzaba a trompicones a través del espacio hasta llegar a la luna donde se quedó viviendo, pues a la voluntad que le habitaba le pareció gracioso que así fuera.
El conejo, piel blanca, ojos grises, se quedó
saltando en la fría superficie de la luna, donde en algún momento sería
descubierto, ofreciendo más problemas de los que se proponía.
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