-EL PUEBLO-
Los perdió a todos. Perdió a sus amados, a sus odiados y a sus indiferentes.
Cuando al fin llegó al pueblo, en el pico más alto de las Montañas Azules, los encontró a todos cerrados en fila, sus ojos de vieja plata desvaída y una sonrisa taimada en el rostro. Los mismos ojos y sonrisa del conejo. Era obvio que lo esperaban y era obvio que ya no eran ellos.
Lo atacaron con sartenes, martillos, piedras y tablas; lo golpearon con rastrillos, palas y espadas. No les puso hacer daño. Hubiera sido fácil, con su sable y su fuerza.
Comprendió entonces que se enfrentaba a un poder muy superior a él, y que no era la primera vez que buscaba la forma de hacerle daño. Supo a su vez, que su contrincante no le entendía a su vez. Por un momento sintió algo que intentaba abrirse paso a través de su cráneo, una suerte de metal líquido y ardiente que buscaba borrarlo, reducirlo al sueño para siempre. Apretó los dientes y pensó en lo que había vivido hasta entonces, los males que había enfrentado y las pruebas que había superado. Al fin el dolor remitió.
Frente a sus ojos los habitantes del pueblo se fueron desmadejando uno a uno. Los últimos que vio, fueron a su mejor y sus hijos. Esa misma noche los redujo a cenizas, a polvo, a nada.
“Vivirás como un desesperado, y
en las largas noches que presienten el desierto entrarás en la Soledad que es
tu reino”, escuchó una voz que susurraba junto a él. Darlon miró a Antora, y
como no había sucedido hasta entonces rompió en llanto.
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