ABANDONAD, LOS QUE ENTRÉIS, TODA ESPERANZA
Lo primero que vio Tomás al asomarse a la ventana fue el
cuerpo del hombre colgando en la construcción del frente. Era un hombre moreno
y bajo al que había visto multitud de veces a lo largo de los años mientras
bramaba órdenes o cargaba bultos. No le era un hombre indiferente. Era un
hombre al que odiaba.
El hombre no había hecho nada para ser odiado a ciencia
cierta. Él y su cuadrilla de trabajadores parecían ser todo lo eficientes y
capaces en el mundo de la construcción. Con la puntualidad de un reloj suizo
comenzaban sus labores a las 8:00 de la mañana, deteniéndose para comer a las
9:00 y al mediodía. Se iban a las 4:00. Así, día tras día. Semana a semana. Año
a tras año. Aquí estaba el problema en sí. La maldita construcción llevaba siete
años seguidos y parecía que no iba a acabar nunca. Para ser sincero, la
construcción parecía no avanzar de ninguna manera. Un muro terminado de
levantar un día era destruido con completa impiedad dos semanas después para
volver a ser levantado. Unas ventanas emplazadas en el día desaparecían en la
noche para volver a ser requeridas. Así una y otra vez, así con todo.
Solo la muerte podía detener aquella locura. Así que
Tomás tomó cartas en el asunto. Se deslizó a las 4:00 de la tarde. Esperó al
constructor. Lo atrajo a una conversación banal. Lo separó de los suyos y lo
mató. Se encargó de no dejar evidencias y lo colgó del cable verde de la
electricidad.
Sonrió de nuevo al ver el cuerpo colgado en la construcción del frente. Parpadeó. El cuerpo ya no estaba. Comenzaron a llegar los empleados de la construcción como siempre, como venía sucediendo desde hace más de dos millones de años.
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