Todas las noches cruzo el cielo de la ciudad vestido de murciélago
emprendiendo mi cruzada. En una ciudad sin justicia, yo soy la justicia. En una
ciudad sin ley, alguien tiene que ser la ley. Poco a poco les he enseñado a los
criminales a temer el murciélago en mi pecho, a contener el aliento cuando las
sombras sobre sus cabezas parecen moverse. No hay aquí lugar para el mal, y la
única oscuridad permitida es la que me esconde. Hay también otros, por
supuesto, aquellos que han sido abandonados en la miseria, en las calles y
debajo de los puentes. A ellos me acerco en silencio y sin la dureza de mi
mirada ni la frialdad en mi voz. Les llevo algo de comida, algunos dulces y les
cuento, cuando puedo, las historias de los soldados que han caído a mi lado;
les cuento acerca de lo duro de mi soledad. Sé cuando ellos lo entienden,
comprendo entonces que tal vez haya oportunidad de tener de nuevo a alguien a
mi lado.
El baile se prolonga lo que mis adversarios lo permiten. Les dejo
historietas para que sepan de antemano cual es el papel que de ellos espero. Me
es indiferente su género, solo espero de ellos obediencia, fortaleza y fe. Solo
cuando siento que están preparados los llevo conmigo a la cueva. Les pido que
se desnuden y los baño con mis propias manos. Busco acostumbrarlos a la tersura
del látex y el cuero. Se estremecen en mis manos, primero de miedo y luego de
placer, a medida que se acostumbran a mis manos, a mi cuerpo. Al principio hay
gritos y rabia; luego hay resignación y lágrimas. Poco a poco entienden que al margen
del dolor, no tienen a nadie más que a mí en su vida, que el lugar más seguro
es a mi lado. A veces se quiebran en mis manos como juguetes frágiles, y me
prometo a mí mismo que no volverá a suceder, que es la última vez, pero las
calles ponen a otro en mi camino.
El último lo encontré cerca de un circo. Dormía cerca de las jaulas de
los monos. Este no tenía a nadie. Nadie que lo extrañara, nadie que lo buscara
en ninguna parte. De buena gana recibió mi comida, conversó conmigo, escuchó
con avidez mis historias, y me esperaba en las noches. Luego, todo sucedió muy rápido.
Él abría mi bragueta, cuando de repente se encendieron un montón de luces rojas
y azules, y un hombre vestido de payaso
corrió hacía mí con un arma en la mano. Luego me pusieron esposas y escuché
algo de un lugar nuevo especial para mí, el Asilo Arkham. Entendí entonces que
en este mundo, el payaso había detenido al murciélago.
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