Hubo quienes intentaron separar a Atón y Skin. Le
contaron de la Batalla de las orejas, de las consecuencias que esto traería. Esperaban
una respuesta airada, una reconvención a Skin. En cambio, la respuesta de Atón
fue un llamado al levantamiento, a la batalla. Atón dijo que no podían esperar
que el mundo, tal y como lo conocían siguiese de la misma forma, que, si
estaban buscando un cambio, el mundo a nuestro alrededor cambiaría para bien o
para mal, y que habría quienes se opondrían a sus búsquedas, y que lo único que
podrían esperar era la batalla, la sangre y, quizá, la caída. Para que alguien
se alce, dijo, alguien tiene que caer. Ya no somos niños, añadió, tenemos que
aceptar nuestras responsabilidades. Si estamos quebrando el mundo, si estamos
conquistando el mundo, no podemos esperar que el mundo nos deje hacer lo que queramos.
Lo que no sabíamos era que el mundo se le estaba quedando
pequeño, que, a través de sus libros, a partir de sus libros, Atón estaba
viendo otras cosas; que, a menudo, escuchaba voces que lo llamaban de otras
partes, de otros tiempos incluso. Su mirada permanecía vidriosa, pérdida,
explorando quien sabe que mundos, quién sabe que posibilidades entre los mismos.
Durante días desaparecía en su cuarto y cuando entraban a él no lo encontraban,
sólo un montón de veladoras, la ventana abierta, las páginas de los libros abriéndose
y cerrándose.
Un día, Atón volvió de uno de sus viajes, se bañó, cortó
su barba desmañada, se puso su armadura sónica; atravesó la ZV58a3, atravesó
sus campos de cultivo, atravesó sus barrios, atravesó sus plazas y sus bares,
atravesó sus escuelas, el cuartel de formación de sus milicias, la fábrica de
sus armas de piedra, las canteras de obsidiana a cielo abierto; tomó su corcel
metálico y salió a la ciudad; salió así a Kalí.
No sabíamos que Atón ya estaba buscándose en otros
mundos.
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