Para Martínez fue como viajar en el tiempo. La puesta en escena era la misma, la víctima presentaba las mismas características físicas de Carla, con la excepción de un tatuaje que ponía Tzad-Al-B. Lo demás era idéntico en apariencia, faltaba el informe del equipo forense, pero Martínez no creía que se encontrarán novedades. Un asesino organizado, con intervalos de al menos quince años. Dados los elementos rituales, el uso de palabras extrañas, el destripamiento, se trataba probablemente de un hombre blanco, quizá con disfunción eréctil. Ahí se le acababa su fiel saber. Si le fuera permitido adivinar, se decantaría por un profesor universitario, quizá de una carrera humanista; le sonaba filosofía o sociología. Faltaría un tercer cuerpo para ver si algunas de las conclusiones que había adelantado tenían algún sentido, o no. Sin embargo, si el intervalo entre asesinatos era tan largo, Martínez dudaba que le quedara vida para encontrar al asesino de Carla.
Tendría alrededor de 35 años en este momento, pensó Martínez. No estaría casada, aunque sí saldría con alguien. Tal vez si Martínez supiera jugar sus cartas podría lograr que se fijara en él. Al fin y al cabo, no le llevaba muchos años. Sonrió, con esa sonrisa que no le solía gustar a su abuela, porque le parecía que era la sonrisa de un hombre que caminaba de prisa a su tumba.
Martínez encendía un nuevo cigarrillo, cuando un agente lo sacó de sus ensoñaciones mientras le alargaba un volumen mojado dentro de una bolsa plástica. Martínez solo alcanzó a leer el título, El Tarmadón, antes de preguntarle al agente donde lo había encontrado.
Cien metros más adentro el agente le encontró la cueva del tesoro. Cien metros más adentro, Martínez encontró lo que podría ser su propia piedra Rosetta del caso.
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