La pirata había perdido, tanto el barco como la tripulación en una apuesta. Así que ahí estaba, en el muelle, balanceándose, pues era una marina veterana, viendo como el Doncella de Orleans se perdía en el horizonte, quizá para siempre.
Balanceándose, y sin un maravedí en el bolsillo, silbó una tonada bajita y se internó en la isla. Curiosamente no la vieron triste o cabizbaja, sino pensativa, como si tuviera algo más en mente que lo que había perdido. Así, la pirata atravesó el pueblo entero, y luego se adentró en la selva que había tras él, y luego, nadie más lo sabe.
Un año después, la gente del pueblo escuchó un gran estruendo en lo profundo de la selva, y después alaridos, gritos aullidos, y en menos de lo que canta un gallo, un esplendido circo se instaló en medio del pueblo, lleno de animales capaces de hacer las más fantásticas suertes. En un solo día, la antigua pirata había recuperado su fortuna.
Perdió todo en un juego de cartas, menos una pequeña piragüa con la que se hizo, sonriendo, a la mar. Nunca debieron haber dejado que sucediera. Un año después, su venganza fue terrible.
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