LA VELA
Heredada de quién sabe que tía o abuela, la
vela rosa siempre estuvo ahí.
No era un objeto especialmente interesante,
pero sobrevivió a la embestida de sus hermanos, a la caída de los jarrones y al
golpeteo constante de los balones. Cuando murieron sus padres y la casa al fin
fue vendida, por obra y gracia de quién sabe qué espíritu, junto a muebles, una
replica de una espada de la guerra civil y algunas prendas de cama, la vela fue
a ocupar un lugar en la mesa de centro.
Fue la primera de muchas porque su
presencia fue interpretada como una señal precisa. Ya sabemos que le gusta a
Julia; ya sabemos qué podemos regalarle de Navidad, cumpleaños, matrimonio,
aniversario.
Nunca se encendió, por supuesto. Todas las demás fueron utilizadas en cenas románticas o en el día de las velitas o para enfrentar un apagón. Y así fueron pasando los años y la vida hasta el momento en que llegó a su fin. Así, mientras estaba en cama, rodeada de sus amados, exhalando su último suspiro, la vela se encendió a la vista de nadie, refulgió con un misterioso resplandor, hasta que uno de sus nietos pasó por ahí y la apagó.
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