jueves, 6 de diciembre de 2018

CUENTO DE NAVIDAD



Diciembre siempre le había parecido un mes anodino, sin ningún brillo, muy artificial. Tan artificial y barato como las luces que iluminaban todas las fachadas y que año tras año debían volverse a comprar.  Lo único por lo que se destacaba era por las vacaciones, y tampoco las podía disfrutar mucho. Fuese donde fuese había una enorme cantidad de gente, apretujándose, empujando, poniendo tontas caras de felicidad. Incluso una vez gastó gran parte de sus ahorros para irse a otro país, y lo único que logró fue lo mismo pero en otro idioma. Un idioma que para colmo no hablaba. Así que ahora se aburría en su patria, y más barato. Pronto, muy pronto empezó a sentir que diciembre se le convertía en una presión insoportable.

José era una persona solitaria, por supuesto, había perdido a sus padres a temprana edad, y se había forjado por sí mismo. Por su trabajo, por su esfuerzo, había estudiado arquitectura en una universidad pública. Luego, se había reunido con algunos amigos y arriesgando su capital, entre todos montaron una pequeña constructora que en la actualidad era reconocida por la calidad de sus proyectos, llegando a participar, y ganar, en algunas ocasiones, en licitaciones gubernamentales. Mujeres no le faltaban, aunque nunca se había enamorado, pero después de conocer a Lina las cosas habían cambiado y había sentado cabeza. En suma, tenía todo lo que las personas consideran que es necesario para ser feliz. Excepto en diciembre, el maldito diciembre.

Por segundo año consecutivo José había dejado que Lina se fuera sola a visitar a su familia en Antioquia. A medida que avanzaba el mes y se acababan las actividades de la empresa, José comenzaba a distanciarse de todos, hasta que el 20, el día de la fiesta de cierre de año de la empresa, se despidió de todos y se fue a su apartamento dispuesto a encerrarse hasta el año nuevo.

Para cumplir su objetivo, no solo había llenado la nevera, sino que había puesto al día todos los imanes de domicilios sobre ella. Con las compras hechas, el dinero suficiente retirado, y unas cuantas botellas de licor por si se le antojaba, José se atrincheró en su apartamento. Por supuesto, las cosas no saldrían como él las planeaba.

Lo primero que sucedió fue que no había contado con la bulla de sus vecinos que repetían mil veces las mismas canciones, “me gusta el ron de Vinola, me gusta, me gusta, me gusta” y “Farolito, ¿a dónde vas? A abrazarme con el mar. Farolito búscame el amor que se me fue” y “Dame tu mujer José, dime cuándo me la darás”, además de cuanto reggaetón, vallenato y tropicumbia se les atravesaba.  

Los dos primeros días logró aguantar a punta de las películas y series que recomendaban en una página estudiantil llamada Viceversa. Luego, a medida que el volumen aumentaba y no podía sacarse de la cabeza ni el sonsonete de “y mira como beben los peces en el río”, decidió abrir su primer botella de licor. Sin darse cuenta sintió que a medida que vaciaba la botella él se iba llenando de tristeza. Se vio solo. Intentó llamar a Lina, pero ni siquiera le salió la llamada. Había perdido la noción del tiempo y no se había percatado que era la noche del 24 de diciembre. La noche en que muchos celebraban el nacimiento del hijo de Dios.

Lo único que se le ocurrió fue salir. Ya había soportado quién sabe cuántas novenas bailables y no quería escuchar el remate, ni un solo más “Ve, ven, ven, mi Jesús, ven, ven”, ni “Tutaina, tuturumaina”. Siguiendo una lógica poco frecuente en las personas ebrias, atinó a dejar el carro e irse caminando. No supo por qué calles se metió, solo que de un momento a otro la música comenzó a oírse más duro, de tal manera que retumbaba, y al atravesar un parque sintió un humo aromático que comenzaba a rodearlo. No le importó, encontró una banca y se sentó. Abrió la botella de whisky y se tomó un generoso trago. Estaba cayendo en una lenta somnolencia y un bienvenido olvido. Por saber, ni siquiera sabía dónde estaba.

No recordaba hace cuánto no hablaba con nadie cuando escuchó un, “Venga Mono, usted no es de por acá”. José levantó el cuello como un polluelo recién nacido buscando el origen de la voz. Lo primero que vio fue una figura borrosa, que solo mejoró al cabo de parpadear al menos unos dos minutos. Se encontró frente a tres enormes caras sonrientes que le echaban encima el humo de unos cigarrillos de marihuana. Si hubieran sonreído más la cara se les habría partido en dos. Le tardó un poco más de tiempo entender que los hombres tenían algo más en sus manos que los porros cuyo humo le daba nauseas. Los puñales relucían a medida que los hombres los giraban y lo acercaban a la cara de José. La borrachera se le pasó de golpe, el problema es que el resto de su cuerpo no se enteró a tiempo. Cuando intentó pararse de un salto los pies se le doblaron y sintió el sabor de la tierra y la sangre un segundo antes de sentir también las patadas y los golpes que los tres tipos le estaban dando.

  Se escabulló como pudo, dejando sus zapatos, así como restos de camisa y piel a su paso. Corrió sin dirección alguna y sin saber cuánto tiempo hasta que vino a caer de nuevo, completamente rendido, los pies ensangrentados, sobre las escaleras de la iglesia del Calvario.

Lo despertó, viniendo de ninguna parte, el llanto de un niño recién nacido. Sobre el cielo se dibujó, efímera, la estela de una estrella fugaz.

José se sentía miserable. Sintió sobre él la mirada de un gamín de unos doce años. Lo único que lo conformaba es que ya no tenían más que quitarle. En su último encuentro había entregado incluso un par de dientes. El niño dejó de mirarlo con curiosidad y luego empezó a mirarlo con compasión. Se le acercó con timidez y antes de que José hubiera podido decir algo, el niño le había dejado un pedazo de pan en la mano. José sintió algo a lo que no supo darle nombre, musitó un “gracias”, y antes de siquiera pensarlo se estaba comiendo el pan. Se quedó amodorrado. Alguien le puso una cobija raída sobre los hombros. Lo despertó el murmullo de una letanía, abrió los ojos y se encontró con una mujer que le aplicaba un ungüento de una lata oxidada y le ponía una venda sucia en los pies. “Estamos para cuidarnos Monito”, le dijo la mujer mientras terminaba de asegurarle la venda. Luego se levantó y se fue. José la siguió unos minutos después.

La gente lo evitaba a su paso. Estaba hecho una piltrafa. Amoratado, adolorido, con frío y hambriento. José deshizo el camino a su apartamento más o menos con buen tino. Al llegar no le hizo demasiado daño la mirada del portero sobre él. Lo único que atinó a hacer al entrar a su hogar fue acostarse lo más pronto posible.

Cuando despertó, varias horas después, se dio cuenta que la noche le había dejado tres tesoros: Un estómago lleno con un mendrugo de pan, unos pies sanando con unas vendas viejas, y el gran confort brindado por una manta mugrosa y raída. La habitación y él hedían, pero no le importó. Una sonrisa, para él desconocida invadió su rostro.

Pensó en sus padres, en las historias que le contaban acerca del niño Dios, y la humildad, y el perdón, y la posibilidad de las reuniones familiares. Recordó como solía pasar la navidad en compañía de su familia, comiendo natilla y buñuelos, cantando villancicos en las novenas y compartiendo historias con tíos, padres y primos. Esas habían sido épocas felices. Luego se había alejado, de alguna manera se había secado. Lloró entonces, abrazado a sus rodillas, por las navidades pérdidas y las lecciones olvidadas; por todo el tiempo compartido que había dejado a un lado en su egoísmo.

El cambio no aconteció de la noche a la mañana. De hecho, tardó en llegar casi un mes. José terminó diciembre encerrado en su apartamento intentando depurar una idea tras otra. A Lina lo sorprendió la energía con la que compartía sus ideas por teléfono, como hablaba de ayuda y solidaridad y la necesidad de construir otro país. Por un impulso José casi sale a vaciar centros comerciales, para darlo todo a los pobres, pero lo pensó mejor y decidió que eso no solucionaría nada.

Cuando llegó Lina, en la primera semana de enero, José le presentó todo un plan para el Calvario que incluía un comedor comunitario, guardería para niños en situación de calle y para madres cabeza de hogar, además de centros de intervención y acogida para drogadictos. Con Lina dispusieron de todo un esquema de garantías empresariales y disposiciones legales bajo las que se dispusieron a ordenar todo. Lina jamás lo había visto tan enérgico, creativo y feliz.

En la segunda semana de enero José y Lina pusieron la primera piedra de su centro de intervención y acogidas para habitantes en situación de calle. En medio de los asistentes a José le pareció ver a un niño de doce años, una mujer que le sonreía y un niño que lo miraba con timidez. Jamás los volvería a ver. Sin embargo, en su casa mantuvo el resto de su vida una manta raída, unas vendas sucias, y el recuerdo de un pedazo de pan. Las sacaba cuando compartía su historia con sus hijos en navidad.