Diciembre
siempre le había parecido un mes anodino, sin ningún brillo, muy artificial.
Tan artificial y barato como las luces que iluminaban todas las fachadas y que
año tras año debían volverse a comprar.
Lo único por lo que se destacaba era por las vacaciones, y tampoco las
podía disfrutar mucho. Fuese donde fuese había una enorme cantidad de gente,
apretujándose, empujando, poniendo tontas caras de felicidad. Incluso una vez
gastó gran parte de sus ahorros para irse a otro país, y lo único que logró fue
lo mismo pero en otro idioma. Un idioma que para colmo no hablaba. Así que
ahora se aburría en su patria, y más barato. Pronto, muy pronto empezó a sentir
que diciembre se le convertía en una presión insoportable.
José
era una persona solitaria, por supuesto, había perdido a sus padres a temprana
edad, y se había forjado por sí mismo. Por su trabajo, por su esfuerzo, había
estudiado arquitectura en una universidad pública. Luego, se había reunido con
algunos amigos y arriesgando su capital, entre todos montaron una pequeña
constructora que en la actualidad era reconocida por la calidad de sus
proyectos, llegando a participar, y ganar, en algunas ocasiones, en
licitaciones gubernamentales. Mujeres no le faltaban, aunque nunca se había enamorado,
pero después de conocer a Lina las cosas habían cambiado y había sentado
cabeza. En suma, tenía todo lo que las personas consideran que es necesario
para ser feliz. Excepto en diciembre, el maldito diciembre.
Por
segundo año consecutivo José había dejado que Lina se fuera sola a visitar a su
familia en Antioquia. A medida que avanzaba el mes y se acababan las
actividades de la empresa, José comenzaba a distanciarse de todos, hasta que el
20, el día de la fiesta de cierre de año de la empresa, se despidió de todos y
se fue a su apartamento dispuesto a encerrarse hasta el año nuevo.
Para
cumplir su objetivo, no solo había llenado la nevera, sino que había puesto al
día todos los imanes de domicilios sobre ella. Con las compras hechas, el dinero
suficiente retirado, y unas cuantas botellas de licor por si se le antojaba,
José se atrincheró en su apartamento. Por supuesto, las cosas no saldrían como
él las planeaba.
Lo
primero que sucedió fue que no había contado con la bulla de sus vecinos que repetían
mil veces las mismas canciones, “me gusta el ron de Vinola, me gusta, me gusta,
me gusta” y “Farolito, ¿a dónde
vas? A abrazarme con el mar. Farolito búscame el amor que se me fue” y “Dame tu
mujer José, dime cuándo me la darás”, además de cuanto reggaetón, vallenato y
tropicumbia se les atravesaba.
Los
dos primeros días logró aguantar a punta de las películas y series que
recomendaban en una página estudiantil llamada Viceversa. Luego, a medida que
el volumen aumentaba y no podía sacarse de la cabeza ni el sonsonete de “y mira
como beben los peces en el río”, decidió abrir su primer botella de licor. Sin
darse cuenta sintió que a medida que vaciaba la botella él se iba llenando de
tristeza. Se vio solo. Intentó llamar a Lina, pero ni siquiera le salió la
llamada. Había perdido la noción del tiempo y no se había percatado que era la
noche del 24 de diciembre. La noche en que muchos celebraban el nacimiento del
hijo de Dios.
Lo
único que se le ocurrió fue salir. Ya había soportado quién sabe cuántas
novenas bailables y no quería escuchar el remate, ni un solo más “Ve, ven, ven,
mi Jesús, ven, ven”, ni “Tutaina, tuturumaina”. Siguiendo una lógica poco
frecuente en las personas ebrias, atinó a dejar el carro e irse caminando. No
supo por qué calles se metió, solo que de un momento a otro la música comenzó a
oírse más duro, de tal manera que retumbaba, y al atravesar un parque sintió un
humo aromático que comenzaba a rodearlo. No le importó, encontró una banca y se
sentó. Abrió la botella de whisky y se tomó un generoso trago. Estaba cayendo
en una lenta somnolencia y un bienvenido olvido. Por saber, ni siquiera sabía
dónde estaba.
No
recordaba hace cuánto no hablaba con nadie cuando escuchó un, “Venga Mono,
usted no es de por acá”. José levantó el cuello como un polluelo recién nacido
buscando el origen de la voz. Lo primero que vio fue una figura borrosa, que
solo mejoró al cabo de parpadear al menos unos dos minutos. Se encontró frente
a tres enormes caras sonrientes que le echaban encima el humo de unos
cigarrillos de marihuana. Si hubieran sonreído más la cara se les habría
partido en dos. Le tardó un poco más de tiempo entender que los hombres tenían
algo más en sus manos que los porros cuyo humo le daba nauseas. Los puñales
relucían a medida que los hombres los giraban y lo acercaban a la cara de José.
La borrachera se le pasó de golpe, el problema es que el resto de su cuerpo no
se enteró a tiempo. Cuando intentó pararse de un salto los pies se le doblaron
y sintió el sabor de la tierra y la sangre un segundo antes de sentir también
las patadas y los golpes que los tres tipos le estaban dando.
Se
escabulló como pudo, dejando sus zapatos, así como restos de camisa y piel a su
paso. Corrió sin dirección alguna y sin saber cuánto tiempo hasta que vino a
caer de nuevo, completamente rendido, los pies ensangrentados, sobre las
escaleras de la iglesia del Calvario.
Lo
despertó, viniendo de ninguna parte, el llanto de un niño recién nacido. Sobre
el cielo se dibujó, efímera, la estela de una estrella fugaz.
José
se sentía miserable. Sintió sobre él la mirada de un gamín de unos doce años.
Lo único que lo conformaba es que ya no tenían más que quitarle. En su último
encuentro había entregado incluso un par de dientes. El niño dejó de mirarlo
con curiosidad y luego empezó a mirarlo con compasión. Se le acercó con timidez
y antes de que José hubiera podido decir algo, el niño le había dejado un
pedazo de pan en la mano. José sintió algo a lo que no supo darle nombre,
musitó un “gracias”, y antes de siquiera pensarlo se estaba comiendo el pan. Se
quedó amodorrado. Alguien le puso una cobija raída sobre los hombros. Lo
despertó el murmullo de una letanía, abrió los ojos y se encontró con una mujer
que le aplicaba un ungüento de una lata oxidada y le ponía una venda sucia en
los pies. “Estamos para cuidarnos Monito”, le dijo la mujer mientras terminaba
de asegurarle la venda. Luego se levantó y se fue. José la siguió unos minutos
después.
La
gente lo evitaba a su paso. Estaba hecho una piltrafa. Amoratado, adolorido,
con frío y hambriento. José deshizo el camino a su apartamento más o menos con
buen tino. Al llegar no le hizo demasiado daño la mirada del portero sobre él.
Lo único que atinó a hacer al entrar a su hogar fue acostarse lo más pronto
posible.
Cuando
despertó, varias horas después, se dio cuenta que la noche le había dejado tres
tesoros: Un estómago lleno con un mendrugo de pan, unos pies sanando con unas
vendas viejas, y el gran confort brindado por una manta mugrosa y raída. La
habitación y él hedían, pero no le importó. Una sonrisa, para él desconocida
invadió su rostro.
Pensó
en sus padres, en las historias que le contaban acerca del niño Dios, y la
humildad, y el perdón, y la posibilidad de las reuniones familiares. Recordó
como solía pasar la navidad en compañía de su familia, comiendo natilla y
buñuelos, cantando villancicos en las novenas y compartiendo historias con
tíos, padres y primos. Esas habían sido épocas felices. Luego se había alejado,
de alguna manera se había secado. Lloró entonces, abrazado a sus rodillas, por
las navidades pérdidas y las lecciones olvidadas; por todo el tiempo compartido
que había dejado a un lado en su egoísmo.
El
cambio no aconteció de la noche a la mañana. De hecho, tardó en llegar casi un
mes. José terminó diciembre encerrado en su apartamento intentando depurar una
idea tras otra. A Lina lo sorprendió la energía con la que compartía sus ideas
por teléfono, como hablaba de ayuda y solidaridad y la necesidad de construir
otro país. Por un impulso José casi sale a vaciar centros comerciales, para
darlo todo a los pobres, pero lo pensó mejor y decidió que eso no solucionaría
nada.
Cuando
llegó Lina, en la primera semana de enero, José le presentó todo un plan para
el Calvario que incluía un comedor comunitario, guardería para niños en
situación de calle y para madres cabeza de hogar, además de centros de
intervención y acogida para drogadictos. Con Lina dispusieron de todo un
esquema de garantías empresariales y disposiciones legales bajo las que se
dispusieron a ordenar todo. Lina jamás lo había visto tan enérgico, creativo y
feliz.
En
la segunda semana de enero José y Lina pusieron la primera piedra de su centro
de intervención y acogidas para habitantes en situación de calle. En medio de
los asistentes a José le pareció ver a un niño de doce años, una mujer que le
sonreía y un niño que lo miraba con timidez. Jamás los volvería a ver. Sin
embargo, en su casa mantuvo el resto de su vida una manta raída, unas vendas
sucias, y el recuerdo de un pedazo de pan. Las sacaba cuando compartía su
historia con sus hijos en navidad.