Como en
toda historia de amor estudiantil, se separaron apenas terminaron sus estudios.
Ella se fue a estudiar a Europa, él se fue de intercambio a Estados Unidos.
Ella encontró un artista en Montmartre con quién vivió un par de años
acompañados de botellas de vino y muchas crepes, engordó un poco y se sintió
horrible cuando lo encontró con otra en la cama en la que habían dormido y
proyectado su futuro, pensado en dos gatos y un perro. Quizás un niño. Él encontró a la que pensó el amor de su vida.
La historia fue muy graciosa, al menos para ellos, porque ella lo atropelló con
su bicicleta cuando él salía del MOMA, y luego se sintió tan mal que cuidó de
él mientras tuvo el yeso y luego un poco más, hasta que sin darse cuenta
terminaron viviendo juntos. Sin embargo,
la relación se terminó porque él volvió a su país natal tras la muerte de su
padre.
Ella
encontró después de un tiempo a un pelirrojo precioso, con quien planeó tener
niños, y cuando las cosas no se dieron decidió dedicarse a su carrera dejando
el amor como una asignatura pendiente. Él se casó con una marroquí, pero cuando
ella no pudo superar el hecho de que no podía tener bebés juntos se separaron
de mutuo acuerdo y una nostalgia enorme en sus corazones, pero incapaces de
seguir adelante.
Se
encontraron una noche, pasados los cuarenta. Ambos tenían sendas arrugas en el
rostro. Él salía borracho de un bar, ella estaba paseando su perro cuando se
miraron a los ojos. Ella lo empujó y lo salvó de que lo atropellara un carro. Retomaron
su romance poco a poco. En verdad se reconocieron solo después de un par de
semanas. El suyo fue esta vez un amor otoñal, lleno de reencuentros y tristezas,
de una pasión reposada, de un futuro a manos llenas. Al fin y al cabo, el amor
se tomó su tiempo, pero como siempre terminó dando con ellos. Justo como deben
ser las cosas.