jueves, 6 de diciembre de 2018

CUENTO DE NAVIDAD



Diciembre siempre le había parecido un mes anodino, sin ningún brillo, muy artificial. Tan artificial y barato como las luces que iluminaban todas las fachadas y que año tras año debían volverse a comprar.  Lo único por lo que se destacaba era por las vacaciones, y tampoco las podía disfrutar mucho. Fuese donde fuese había una enorme cantidad de gente, apretujándose, empujando, poniendo tontas caras de felicidad. Incluso una vez gastó gran parte de sus ahorros para irse a otro país, y lo único que logró fue lo mismo pero en otro idioma. Un idioma que para colmo no hablaba. Así que ahora se aburría en su patria, y más barato. Pronto, muy pronto empezó a sentir que diciembre se le convertía en una presión insoportable.

José era una persona solitaria, por supuesto, había perdido a sus padres a temprana edad, y se había forjado por sí mismo. Por su trabajo, por su esfuerzo, había estudiado arquitectura en una universidad pública. Luego, se había reunido con algunos amigos y arriesgando su capital, entre todos montaron una pequeña constructora que en la actualidad era reconocida por la calidad de sus proyectos, llegando a participar, y ganar, en algunas ocasiones, en licitaciones gubernamentales. Mujeres no le faltaban, aunque nunca se había enamorado, pero después de conocer a Lina las cosas habían cambiado y había sentado cabeza. En suma, tenía todo lo que las personas consideran que es necesario para ser feliz. Excepto en diciembre, el maldito diciembre.

Por segundo año consecutivo José había dejado que Lina se fuera sola a visitar a su familia en Antioquia. A medida que avanzaba el mes y se acababan las actividades de la empresa, José comenzaba a distanciarse de todos, hasta que el 20, el día de la fiesta de cierre de año de la empresa, se despidió de todos y se fue a su apartamento dispuesto a encerrarse hasta el año nuevo.

Para cumplir su objetivo, no solo había llenado la nevera, sino que había puesto al día todos los imanes de domicilios sobre ella. Con las compras hechas, el dinero suficiente retirado, y unas cuantas botellas de licor por si se le antojaba, José se atrincheró en su apartamento. Por supuesto, las cosas no saldrían como él las planeaba.

Lo primero que sucedió fue que no había contado con la bulla de sus vecinos que repetían mil veces las mismas canciones, “me gusta el ron de Vinola, me gusta, me gusta, me gusta” y “Farolito, ¿a dónde vas? A abrazarme con el mar. Farolito búscame el amor que se me fue” y “Dame tu mujer José, dime cuándo me la darás”, además de cuanto reggaetón, vallenato y tropicumbia se les atravesaba.  

Los dos primeros días logró aguantar a punta de las películas y series que recomendaban en una página estudiantil llamada Viceversa. Luego, a medida que el volumen aumentaba y no podía sacarse de la cabeza ni el sonsonete de “y mira como beben los peces en el río”, decidió abrir su primer botella de licor. Sin darse cuenta sintió que a medida que vaciaba la botella él se iba llenando de tristeza. Se vio solo. Intentó llamar a Lina, pero ni siquiera le salió la llamada. Había perdido la noción del tiempo y no se había percatado que era la noche del 24 de diciembre. La noche en que muchos celebraban el nacimiento del hijo de Dios.

Lo único que se le ocurrió fue salir. Ya había soportado quién sabe cuántas novenas bailables y no quería escuchar el remate, ni un solo más “Ve, ven, ven, mi Jesús, ven, ven”, ni “Tutaina, tuturumaina”. Siguiendo una lógica poco frecuente en las personas ebrias, atinó a dejar el carro e irse caminando. No supo por qué calles se metió, solo que de un momento a otro la música comenzó a oírse más duro, de tal manera que retumbaba, y al atravesar un parque sintió un humo aromático que comenzaba a rodearlo. No le importó, encontró una banca y se sentó. Abrió la botella de whisky y se tomó un generoso trago. Estaba cayendo en una lenta somnolencia y un bienvenido olvido. Por saber, ni siquiera sabía dónde estaba.

No recordaba hace cuánto no hablaba con nadie cuando escuchó un, “Venga Mono, usted no es de por acá”. José levantó el cuello como un polluelo recién nacido buscando el origen de la voz. Lo primero que vio fue una figura borrosa, que solo mejoró al cabo de parpadear al menos unos dos minutos. Se encontró frente a tres enormes caras sonrientes que le echaban encima el humo de unos cigarrillos de marihuana. Si hubieran sonreído más la cara se les habría partido en dos. Le tardó un poco más de tiempo entender que los hombres tenían algo más en sus manos que los porros cuyo humo le daba nauseas. Los puñales relucían a medida que los hombres los giraban y lo acercaban a la cara de José. La borrachera se le pasó de golpe, el problema es que el resto de su cuerpo no se enteró a tiempo. Cuando intentó pararse de un salto los pies se le doblaron y sintió el sabor de la tierra y la sangre un segundo antes de sentir también las patadas y los golpes que los tres tipos le estaban dando.

  Se escabulló como pudo, dejando sus zapatos, así como restos de camisa y piel a su paso. Corrió sin dirección alguna y sin saber cuánto tiempo hasta que vino a caer de nuevo, completamente rendido, los pies ensangrentados, sobre las escaleras de la iglesia del Calvario.

Lo despertó, viniendo de ninguna parte, el llanto de un niño recién nacido. Sobre el cielo se dibujó, efímera, la estela de una estrella fugaz.

José se sentía miserable. Sintió sobre él la mirada de un gamín de unos doce años. Lo único que lo conformaba es que ya no tenían más que quitarle. En su último encuentro había entregado incluso un par de dientes. El niño dejó de mirarlo con curiosidad y luego empezó a mirarlo con compasión. Se le acercó con timidez y antes de que José hubiera podido decir algo, el niño le había dejado un pedazo de pan en la mano. José sintió algo a lo que no supo darle nombre, musitó un “gracias”, y antes de siquiera pensarlo se estaba comiendo el pan. Se quedó amodorrado. Alguien le puso una cobija raída sobre los hombros. Lo despertó el murmullo de una letanía, abrió los ojos y se encontró con una mujer que le aplicaba un ungüento de una lata oxidada y le ponía una venda sucia en los pies. “Estamos para cuidarnos Monito”, le dijo la mujer mientras terminaba de asegurarle la venda. Luego se levantó y se fue. José la siguió unos minutos después.

La gente lo evitaba a su paso. Estaba hecho una piltrafa. Amoratado, adolorido, con frío y hambriento. José deshizo el camino a su apartamento más o menos con buen tino. Al llegar no le hizo demasiado daño la mirada del portero sobre él. Lo único que atinó a hacer al entrar a su hogar fue acostarse lo más pronto posible.

Cuando despertó, varias horas después, se dio cuenta que la noche le había dejado tres tesoros: Un estómago lleno con un mendrugo de pan, unos pies sanando con unas vendas viejas, y el gran confort brindado por una manta mugrosa y raída. La habitación y él hedían, pero no le importó. Una sonrisa, para él desconocida invadió su rostro.

Pensó en sus padres, en las historias que le contaban acerca del niño Dios, y la humildad, y el perdón, y la posibilidad de las reuniones familiares. Recordó como solía pasar la navidad en compañía de su familia, comiendo natilla y buñuelos, cantando villancicos en las novenas y compartiendo historias con tíos, padres y primos. Esas habían sido épocas felices. Luego se había alejado, de alguna manera se había secado. Lloró entonces, abrazado a sus rodillas, por las navidades pérdidas y las lecciones olvidadas; por todo el tiempo compartido que había dejado a un lado en su egoísmo.

El cambio no aconteció de la noche a la mañana. De hecho, tardó en llegar casi un mes. José terminó diciembre encerrado en su apartamento intentando depurar una idea tras otra. A Lina lo sorprendió la energía con la que compartía sus ideas por teléfono, como hablaba de ayuda y solidaridad y la necesidad de construir otro país. Por un impulso José casi sale a vaciar centros comerciales, para darlo todo a los pobres, pero lo pensó mejor y decidió que eso no solucionaría nada.

Cuando llegó Lina, en la primera semana de enero, José le presentó todo un plan para el Calvario que incluía un comedor comunitario, guardería para niños en situación de calle y para madres cabeza de hogar, además de centros de intervención y acogida para drogadictos. Con Lina dispusieron de todo un esquema de garantías empresariales y disposiciones legales bajo las que se dispusieron a ordenar todo. Lina jamás lo había visto tan enérgico, creativo y feliz.

En la segunda semana de enero José y Lina pusieron la primera piedra de su centro de intervención y acogidas para habitantes en situación de calle. En medio de los asistentes a José le pareció ver a un niño de doce años, una mujer que le sonreía y un niño que lo miraba con timidez. Jamás los volvería a ver. Sin embargo, en su casa mantuvo el resto de su vida una manta raída, unas vendas sucias, y el recuerdo de un pedazo de pan. Las sacaba cuando compartía su historia con sus hijos en navidad.

viernes, 30 de noviembre de 2018

ÉL



Su primera víctima fue el gato. En cuanto lo vio corrió hacía él y no descansó hasta que lo tuvo contra la pared, la mano en la tráquea hasta el momento en que se quedó quieto. Entonces, procedió a desmembrarlo con cuidado. Primero las patas de arriba, luego las de abajo. La cola se la envolvió en la mano y la arrancó de un tirón para amarrársela colgando de su cinturón. Por último cortó la cabeza, que voló en un arco limpio de un lado a otro de la habitación. Luego vio al hombre vestido de vaquero que se había quedado congelado con una sonrisa de horror en el rostro. No lo pensó dos veces, se lanzó sobre el vaquero y solo con los dientes le arrancó el cuello.

Una vez terminó se quedó quieto recuperando la respiración. Luego movió la cabeza a lado y lado y vio el cabello rubio que se dejaba adivinar detrás de una silla. Cogió carrera y pateó el balón que tenía cerca, de tal manera que rebotó contra la pared y luego derribó la figura femenina que fue arrastrada por el piso. Él sonrió al verla. Una de esas sonrisas sesgadas. No le dio tiempo a nada, se lanzó contra ella como un toro contra la capota de tal manera que cuando chocaron, su cuerpo la proyectó de nuevo contra la pared, desde donde cayó desmadejada. No sintió piedad alguna tampoco. Ganó en habilidad en contraste con el gato, de tal manera que lo que había sucedido en minutos la primera vez, sucedió ahora en cuestión de segundos. La línea salvaje en su rostro se abrió un poco más dejando ver unos dientes amarillentos, mientras oteaba en busca de una nueva presa, pues su ira aún no había sido saciada. Fue entonces cuando Firulais apareció.

No era la primera vez que se enzarzaban en lucha, pero ambos esperaban que fuera la última. Se miraron en silencio denodado, los labios de ambos dejaron al descubierto, poco a poco los dientes. Ambos gruñían de manera cada vez más audible. De un momento a otro, sin previo aviso, pero como si hubieran respondido a una sola voz se lanzaron el uno contra el otro. Las fauces de Firulais abiertas, los brazos como tenazas los de él. Chocaron formando un solo nudo que se fue rodando primero hacia el sofá y luego contra la mesa de noche, esquivando por poco un florero que se estrelló contra el piso derramando por toda parte agua y flores. Es ese mismo momento Firulais escapó de sus brazos, en tanto el gritó lo llamaba al orden: Jorge, ¿qué te dije? Cuando termines de jugar recoges tu reguero y cuando llegue tu papá le dices del jarrón.

viernes, 23 de noviembre de 2018

OBDULIO Y LA COSA



Dicen que todo comenzó en la sala de computo. Al menos eso fue lo que oí. Un estudiante había dejado prendida la pantalla de un computador. Una de esas cosas que suelen suceder. Un acto inocente.
La cosa salió de allí. Era una cosa informa, acuosa, deslizante. Una de esas cosas que uno se tiene que detener a mirar dos veces para darle una forma cualquiera. De hecho, en un primer momento era más bien una suerte de líquido que comenzó a ser manado desde la pantalla. Un líquido negro, viscoso y maloliente, una especie de mezcla entre pantano y alcantarilla. La última cosa con la que querrías toparte.

Así que el líquido comenzó a gotear desde la pantalla prendida y cayó al suelo, desde donde comenzó a crecer, y luego a reptar. Pasó un buen tiempo hasta que la masa comenzó a absorber lo que encontrara a su paso: sillas, computadores, lápices y borradores abandonados, hasta que la sala le quedó pequeña y la masa decidió que era momento de salir a ver si había algo más sabroso en el exterior.

Imagina por un momento la escena. En el colegio hay un silencio absoluto porque todo está sucediendo a altas horas de la noche o de la madrugada. No hay nadie en los pasillos y los salones, con excepción quizá de una cucaracha o un niño abandonado. La masa comienza entonces despacio a presionar la puerta, a corroerla con paciencia hasta que se suma a su cuerpo, que ya entonces tiene un tamaño considerable. Desde ahí la masa se lanzó hacia el pasillo del tercer piso dejando un rastro baboso detrás de sí, y quizá, quizá, las cosas hubieran resultado mejor si no hubieran existido cámaras en los pasillos.

Para Obdulio, el vigilante del colegio, era una noche como cualquier otra. Bueno, no como cualquier otra. Era una noche de viernes, lo que quería decir que había tenido que llamar a los gritos a un montón de niños que se desperdigaban y luego no estaban listos para cuando llegaban sus papás. Era una noche de viernes, lo que quería decir que había tenido que esperar hasta las seis de la tarde hasta que hubieran llegado por Francisco y Juan Felipe. Con suerte, esta vez había aparecido un tío o algo parecido por los niños, a quienes incluso alguna vez los habían dejado durmiendo ahí. Era una noche de viernes, lo que quería decir que mientras sus amigos estaban en Juanchito o en la Sexta, él tenía que estar trabajando. Bueno, todo fuera por poder llevar la comida a la casa. Y, la verdad, aunque no se lo decía muy a menudo, esos culicagados le caían hasta bien.

Radio Calidad amenizaba su jornada cuando sus ojos cayeron, más por descuido que por cualquier otra cosa, en el monitor de las cámaras. Entonces la vio, esa masa oscura, informe y enorme que reptaba por las escaleras hacía el tercer piso. Por un momento no supo qué decir o qué hacer. Nada en su vida lo había preparado para ello. En algún momento un ladrón se había intentado meter al colegio y Obdulio lo había espantado imitando el ladrido de un perro bravo. Sin embargo, ante lo que veía en el monito, Obdulio llevó por primera vez la mano hacía su arma de dotación. En toda su larga historia como vigilante jamás había hecho uso de su arma de dotación.

Así con ella en mano, Obdulio se lanzó como alma que lleva el diablo al encuentro de la cosa. No tardó más de dos minutos en interceptarla en el pasillo de tercer piso, entre los salones de ciencias y los de sociales. Ahí estaba él, un hombre pequeño, de tez oscura, un poco barrigón, frente a una cosa enorme y babeante que en cuanto lo vio se le lanzó como un boxeador hacia su contrincante, toda ella llena de un impulso básico que consistía en comer o ser comido. Saciar su enorme apetito sin importar que en el proceso tuviese que devorarse ella misma.

Obdulio no perdió tiempo en asustarse. Se lanzó a un costado y sin pensarlo dos veces descargó su arma de dotación sobre el cuerpo de la cosa, que entonces llenó la noche con un grito enorme que pareció negar la oscuridad y el silencio por sí misma, un grito primario tan enorme que negaba la posibilidad de la evolución o el raciocinio. A Obdulio se le cayó su arma, ya inútil, en su afán por llevarse las manos a los oídos. La cosa entonces volvió a cargar contra él sin dejarle tiempo a reaccionar. Obdulio voló seis metros por los aires antes que lo detuviera el muro al final del pasillo. Por un instante el mundo se oscureció por completo. Olvidó quien era y donde estaba, olvidó incluso que su vida estaba en peligro. Al menos hasta que oyó el desplazarse babeante de la cosa que pretendía volver a cargar contra él. Obdulio se levantó con rapidez y entonces vio su salvación. Nunca podría ser lo suficientemente agradecido con Alex, el jardinero, por su desorden, pues ahí, en el borde de una jardinera había quedado un machete, o al menos algo que podía pasar por un machete; una de esas cosas llenas de óxido, donde la empuñadura ha sido reemplazada por centenares de metros de cinta aislante; de esas cosas que las abuelas tienen para remover la tierra más que para cortar algo. Con eso en mano Obdulio contraatacó.  

¿Cuánto tiempo duró la lucha? Civilizaciones enteras se alzaron y cayeron, estrellas nacieron e iluminaron el universo al convertirse en supernovas. La cosa atacaba, Obdulio la esquivaba y le clavaba el machete en alguna parte de su cuerpo. La cosa se replegaba y volvía a atacar, ignorante de que su contrincante, lleno de sudor, se había comprometido a vencerla, por la Virgen de los Milagros y el Espíritu Santo. La cosa desfallecía. Intentaba devolverse al lugar en el que había aparecido en este mundo. Reculó. Obdulio adivinó sus intenciones, dio un salto enorme, como el que efectuaría un dios entre planetas, el machete alzado hacia el cielo, los pies abiertos en un split que cualquier bailarín envidiaría. Cayó entonces cerrándole el paso a la cosa, descargó, con todas sus fuerzas el machete sobre el cuerpo babeante y amorfo y lo cortó en dos. La cosa se contrajo, se replegó sobre sí misma, aulló al cielo un último estertor agónico y se quedó inmóvil de una vez y para siempre. La luz de la madrugada los sorprendió así, Obdulio erguido y sudoroso, una sonrisa aleteando en su rostro, los ojos fijos en la cosa que yacía vencida a sus pies.

A Obdulio le cobraron una puerta que faltaba en la sala de computo. Los otros desperfectos y suciedad se le atribuyeron a la tormenta que había caído el domingo. Cuando los estudiantes llegaron el lunes encontraron, como siempre, un colegio limpio y ordenado.

Obdulio nunca contó a nadie lo sucedido.

viernes, 16 de noviembre de 2018

AÑO 0



Imagen tomada de Stephanie Law
 
     El mundo era un lugar recién hecho cuando el Arcángel Gabriel holló el suelo con sus pies. Los colores acababan de ser inventados y ninguno de ellos tenía nombre todavía. El mundo era un lugar tierno y Dios lloraba sobre él.
- ¿Por qué lloras? – preguntó Gabriel conmovido. La eternidad era larga, y en ella el rostro de Dios siempre había sido inmutable.
- Porque mis tiempos son perfectos.
- No te entiendo Señor – respondió Gabriel, y sus pestañas acariciaron sus mejillas al cerrar los ojos.
- He creado el mundo y he creado al hombre Gabriel. Y para ti es hermoso, porque para ti solo existen en este instante; pero yo veo también su primer error y sufro por ello. Sufro porque su primer error será mi primer dolor, y luego será mi primera ira, y luego ellos conocerán el dolor, y la ira, y el amor.
- ¿Pero no habrá valido la pena todo ese sufrimiento para que ellos conozcan el amor? – preguntó Gabriel. 
- El problema es que son imperfectos. A tu manera solo ven el tiempo un segundo a la vez. Yo veo en cambio la primera traición, la primera muerte y la primera maldición, todo al mismo tiempo. Y después de milenios de pecado y muerte y dolor, buscaré eliminarnos de la faz de la tierra. Y sin embargo, sin embargo Gabriel – aquí la voz de Dios vaciló- les daré otra oportunidad, los dejaré navegar sobre las aguas y finalmente, después de milenios de terca arrogancia, les daré a mi hijo para que lave sus pecados, y aun así no entenderán.
- ¿Por qué no los eliminas entonces de una vez de la faz de la tierra? – preguntó entonces Gabriel, intentando retener a duras pena las lágrimas que pugnaban por escapar al ver el dolor inmenso en el rostro del creador.
- Porque entonces, Gabriel, ¿qué sentido tendría todo? – respondió Dios, y su rostro se iluminó con una sonrisa que hizo brillar la creación entera, mientras ponía a la mujer al costado del hombre.

jueves, 8 de noviembre de 2018

CONEJITA Y DIEGO MARÍN


Imágen: Ryan McGuire.

Diego Marín era un hombre calvo y solitario cuya única compañía en todo el mundo era una conejita. Nunca había plantado un árbol ni tenido un hijo ni escrito un libro. Toda su vida se resumía en ir de la casa al trabajo, del trabajo a la casa y al llegar sacar a pasear su conejita al parque. Por supuesto, eso tampoco lo ayudaba a conseguir amigos. En nuestro tiempo, ver a un hombre que saca a una coneja al parque con un lazo rosado por collar no es un motivo de ternura sino de burla. Incluso, el fisicoculturista que sacaba una tortuga a trotar era más digno de contemplación que Diego Marín.

La vida de la conejita no era diferente. Dormía, roía los muebles que se encontraba a su paso, dejaba diminutas cagarrutas al lado de su plato de agua y esperaba para salir a caminar con su humano al parque.  Eso tampoco la ayudaba a hacer muchos amigos, pues su humano era bastante gris y desprovisto de interés, incluso para las orugas que vivían por ahí.

Un día, sin embargo, las cosas cambiaron pues mientras iban caminando, el lazo rosado de la conejita se reventó, y ni corta ni perezosa ella se lanzó a explorar el mundo. Diego Marín intentó alcanzarla, pero años de estar a la espera habían preparado a la conejita para saber justo lo que tenía qué hacer. Así, lo primero que hizo fue correr en zigzag mientras Diego Marín iba tras ella. Esos primeros metros fueron los más difíciles, pues el hombre, aunque sorprendido, estaba con todas sus fuerzas. Sin embargo, mientras él iba hacía la derecha, ella corría hacia la izquierda, y cuando él cambiaba su rumbo, ella corría hacía el lado contrario. Después de haber hecho lo mismo varias veces, ella se detuvo en seco, por un momento elevó su cabeza como si hubiera olfateado algo en el aire, alzó entonces sus patas delanteras como un caballo encabritado, y justo cuando Diego Marín, con el sol reflejándose en su gran calva rosada, creía que la iba a alcanzar, la conejita se metió entre sus piernas y se escapó de nuevo de sus manos. El hombre, calvo y solitario, no alcanzó a frenar, se enredó en sus propios pies y fue a dar de bruces contra el piso, con tan mala suerte que su cabeza sudorosa fue a golpear además contra un basurero, que, además, tambaleó y se vació sobre él, coronándolo con una cáscara de banano a medio podrir. El pobre hombre se sentó como pudo, la cabeza gacha, las manos entre sus piernas, y los ojos llenándose lentamente de lágrimas de frustración y de soledad. Se sentía como un bufón sin gracia cuya única esperanza era el olvido.

Por otro lado, la conejita, después de ese último embate había dado un largo salto hasta llegar al lado de la tortuga del fisicoculturista, y como si no fuera con ella se había puesto a conversar acerca de las orugas y los hongos y los pájaros y las flores, pero sobretodo quiso conversar acerca de zanahorias. Al contrario de lo que creía se aburrió con rapidez, pues la tortuga, para ser sinceros, era bastante lenta y distraída, y estaba más interesada en los diferentes tipos de lechuga que en las zanahorias propiamente dichas.

¿Qué haría a continuación?, se preguntó entonces, y esto es sorpresivo, pues como es sabido los conejos son animales bastante irreflexivos y ansiosos.  ¿Qué haría a continuación?, se volvió a preguntar, y la ansiedad la paralizó. Si el hombre no hubiera estado igualmente asustado y confundido, de hecho ese habría sido un buen momento para tomarla en brazos y llevársela de nuevo a casa. Pero en lugar de ello, el hombre seguía apesadumbrado con la cabeza gacha y la calva sudorosa brillando con los colores del crepúsculo mientras su conejita a unos pocos metros de ahí había decidido simplemente comer pasto, desaparecido de su corazón cualquier signo de inquietud.

Diego Marín, estaba solo. Nadie le había preguntado cómo estaba, nadie había acudido a socorrerlo. De hecho había alcanzado a escuchar un par de risas, de risas no de carcajadas cuando él se había caído. Pensó en ello. Se limpió las lágrimas de sus mejillas con los puños y se levantó como pudo, quitándose de paso la cáscara de banano de su cabeza. Por primera vez se percató de la imagen que debía brindar, así que entrecerró los ojos, se obligó a ignorar el lugar donde podía estar su coneja, y con los ojos entrecerrados y el ceño fruncido se fue a grandes zancadas del parque. No volvió la vista atrás.

Sin hacerse sentir, la conejita corrió tras él.

sábado, 3 de noviembre de 2018

ESPEJO



Guerrillo, guerrillo; paraco, paraco, sentí que decía una voz mientras un enfermero traía un nuevo cuerpo a la morgue. No había tenido ningún descanso en las últimas 24 horas y mi instinto me decía que probablemente iba ser lo mismo. Espanté de nuevo el gato que llevaba merodeando la última hora y procedí a etiquetar el cuerpo que acababa de llegar y a hacerle una autopsia lo más rápido posible. Lo puse bajo las luces, le quité la sabana que lo cubría y lo observé con atención.  Era la doceava vez que me sorprendía en este último turno. De nuevo encontraba el cuerpo de un hombre trigueño de 1.75 cms de estatura, con una barba probablemente de tres o cuatro días y con un disparó con entrada en la frente y salida por el occipucio. Si no lo supiera imposible, hubiera pensado que se trataba de hermanos o incluso de la misma persona.

Guerrillo, guerrillo; paraco, paraco, volví a oír en un lugar detrás de mí. Me sentí confundido. Estaba solo, la morgue siempre está sola y fría. Miré de nuevo el cuerpo frente a mí y supe que no podía tratarse de una ejecución, pues no había rastros de pólvora en el orificio de entrada ni señal alguna de ataduras en las muñecas. No había mucho que añadí. Me sentí repitiendo una tarea hecha once veces con anterioridad, y procedí a  seguir con la mujer que me acababan de traer.

Guerrillo, guerrillo; paraco, paraco, volví a oír que decía, esta vez en algún lugar cerca del suelo, luego el maullido del gato. Me estoy enloqueciendo, pensé. Y no era la primera vez que lo hacía, los turnos de fin de semana eran aturdidores y más al ser el único forense en el pueblo. Aunque a esta altura del turno me sentía más trabajador de una fábrica que médico.  Un nuevo cuerpo, esta vez un niño. Muerto a machetazos.

Guerrillo, guerrillo; paraco, paraco, volví a oír que decía alguien y en esta oportunidad reconocí mi voz. No tuve tiempo de saber quien trajo el cuerpo esta vez, en cambió me volví a encontrar con el cuerpo de un hombre trigueño de 1.75 cms de estatura, con una barba probablemente de tres o cuatro días y con un disparó con entrada en la frente y salida por el occipucio. ¿Qué es esto?, pensé, ¿cuánto tiempo llevó haciendo esto?

Guerrillo, guerrillo; paraco, paraco, encontré que estaba diciendo por lo bajo. Volví a mirar con detenimiento el rostro del hombre en la camilla frente a mí. Por primera vez en mucho tiempo volteé a ver la pila de cadáveres que me rodeaba, los cientos de miles de cuerpos apilados unos sobre otros, en todas las posiciones posibles. Solo entonces recordé que el de la camilla era yo, que había sido el único forense de un pueblo olvidado de la mano de dios, y que mi única labor había sido declarar si el cuerpo que me entregaban era de un guerrillero o de un paramilitar.

Nadie puede soportar con honor esa labor por tanto tiempo. No si hay un arma cerca de él.