Dicen que todo comenzó en la sala de computo. Al menos eso fue lo que oí.
Un estudiante había dejado prendida la pantalla de un computador. Una de esas
cosas que suelen suceder. Un acto inocente.
La cosa salió de allí. Era una cosa informa, acuosa, deslizante. Una de
esas cosas que uno se tiene que detener a mirar dos veces para darle una forma
cualquiera. De hecho, en un primer momento era más bien una suerte de líquido
que comenzó a ser manado desde la pantalla. Un líquido negro, viscoso y
maloliente, una especie de mezcla entre pantano y alcantarilla. La última cosa
con la que querrías toparte.
Así que el líquido comenzó a gotear desde la pantalla prendida y cayó al
suelo, desde donde comenzó a crecer, y luego a reptar. Pasó un buen tiempo
hasta que la masa comenzó a absorber lo que encontrara a su paso: sillas,
computadores, lápices y borradores abandonados, hasta que la sala le quedó
pequeña y la masa decidió que era momento de salir a ver si había algo más
sabroso en el exterior.
Imagina por un momento la escena. En el colegio hay un silencio absoluto
porque todo está sucediendo a altas horas de la noche o de la madrugada. No hay
nadie en los pasillos y los salones, con excepción quizá de una cucaracha o un
niño abandonado. La masa comienza entonces despacio a presionar la puerta, a
corroerla con paciencia hasta que se suma a su cuerpo, que ya entonces tiene un
tamaño considerable. Desde ahí la masa se lanzó hacia el pasillo del tercer
piso dejando un rastro baboso detrás de sí, y quizá, quizá, las cosas hubieran
resultado mejor si no hubieran existido cámaras en los pasillos.
Para Obdulio, el vigilante del colegio, era una noche como cualquier otra.
Bueno, no como cualquier otra. Era una noche de viernes, lo que quería decir
que había tenido que llamar a los gritos a un montón de niños que se
desperdigaban y luego no estaban listos para cuando llegaban sus papás. Era una
noche de viernes, lo que quería decir que había tenido que esperar hasta las
seis de la tarde hasta que hubieran llegado por Francisco y Juan Felipe. Con
suerte, esta vez había aparecido un tío o algo parecido por los niños, a
quienes incluso alguna vez los habían dejado durmiendo ahí. Era una noche de
viernes, lo que quería decir que mientras sus amigos estaban en Juanchito o en
la Sexta, él tenía que estar trabajando. Bueno, todo fuera por poder llevar la
comida a la casa. Y, la verdad, aunque no se lo decía muy a menudo, esos
culicagados le caían hasta bien.
Radio Calidad amenizaba su jornada cuando sus ojos cayeron, más por
descuido que por cualquier otra cosa, en el monitor de las cámaras. Entonces la
vio, esa masa oscura, informe y enorme que reptaba por las escaleras hacía el
tercer piso. Por un momento no supo qué decir o qué hacer. Nada en su vida lo
había preparado para ello. En algún momento un ladrón se había intentado meter
al colegio y Obdulio lo había espantado imitando el ladrido de un perro bravo.
Sin embargo, ante lo que veía en el monito, Obdulio llevó por primera vez la
mano hacía su arma de dotación. En toda su larga historia como vigilante jamás
había hecho uso de su arma de dotación.
Así con ella en mano, Obdulio se lanzó como alma que lleva el diablo al
encuentro de la cosa. No tardó más de dos minutos en interceptarla en el
pasillo de tercer piso, entre los salones de ciencias y los de sociales. Ahí
estaba él, un hombre pequeño, de tez oscura, un poco barrigón, frente a una
cosa enorme y babeante que en cuanto lo vio se le lanzó como un boxeador hacia
su contrincante, toda ella llena de un impulso básico que consistía en comer o
ser comido. Saciar su enorme apetito sin importar que en el proceso tuviese que
devorarse ella misma.
Obdulio no perdió tiempo en asustarse. Se lanzó a un costado y sin pensarlo
dos veces descargó su arma de dotación sobre el cuerpo de la cosa, que entonces
llenó la noche con un grito enorme que pareció negar la oscuridad y el silencio
por sí misma, un grito primario tan enorme que negaba la posibilidad de la
evolución o el raciocinio. A Obdulio se le cayó su arma, ya inútil, en su afán
por llevarse las manos a los oídos. La cosa entonces volvió a cargar contra él
sin dejarle tiempo a reaccionar. Obdulio voló seis metros por los aires antes
que lo detuviera el muro al final del pasillo. Por un instante el mundo se
oscureció por completo. Olvidó quien era y donde estaba, olvidó incluso que su
vida estaba en peligro. Al menos hasta que oyó el desplazarse babeante de la
cosa que pretendía volver a cargar contra él. Obdulio se levantó con rapidez y
entonces vio su salvación. Nunca podría ser lo suficientemente agradecido con Alex,
el jardinero, por su desorden, pues ahí, en el borde de una jardinera había
quedado un machete, o al menos algo que podía pasar por un machete; una de esas
cosas llenas de óxido, donde la empuñadura ha sido reemplazada por centenares
de metros de cinta aislante; de esas cosas que las abuelas tienen para remover
la tierra más que para cortar algo. Con eso en mano Obdulio contraatacó.
¿Cuánto tiempo duró la lucha? Civilizaciones enteras se alzaron y cayeron,
estrellas nacieron e iluminaron el universo al convertirse en supernovas. La
cosa atacaba, Obdulio la esquivaba y le clavaba el machete en alguna parte de
su cuerpo. La cosa se replegaba y volvía a atacar, ignorante de que su
contrincante, lleno de sudor, se había comprometido a vencerla, por la Virgen
de los Milagros y el Espíritu Santo. La cosa desfallecía. Intentaba devolverse
al lugar en el que había aparecido en este mundo. Reculó. Obdulio adivinó sus
intenciones, dio un salto enorme, como el que efectuaría un dios entre
planetas, el machete alzado hacia el cielo, los pies abiertos en un split que cualquier bailarín envidiaría.
Cayó entonces cerrándole el paso a la cosa, descargó, con todas sus fuerzas el
machete sobre el cuerpo babeante y amorfo y lo cortó en dos. La cosa se
contrajo, se replegó sobre sí misma, aulló al cielo un último estertor agónico
y se quedó inmóvil de una vez y para siempre. La luz de la madrugada los
sorprendió así, Obdulio erguido y sudoroso, una sonrisa aleteando en su rostro,
los ojos fijos en la cosa que yacía vencida a sus pies.
A Obdulio le cobraron una puerta que faltaba en la sala de computo. Los
otros desperfectos y suciedad se le atribuyeron a la tormenta que había caído
el domingo. Cuando los estudiantes llegaron el lunes encontraron, como siempre,
un colegio limpio y ordenado.
Obdulio nunca contó a nadie lo sucedido.
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