Imágen: Ryan McGuire.
Diego Marín
era un hombre calvo y solitario cuya única compañía en todo el mundo era una
conejita. Nunca había plantado un árbol ni tenido un hijo ni escrito un libro.
Toda su vida se resumía en ir de la casa al trabajo, del trabajo a la casa y al
llegar sacar a pasear su conejita al parque. Por supuesto, eso tampoco lo
ayudaba a conseguir amigos. En nuestro tiempo, ver a un hombre que saca a una
coneja al parque con un lazo rosado por collar no es un motivo de ternura sino
de burla. Incluso, el fisicoculturista que sacaba una tortuga a trotar era más
digno de contemplación que Diego Marín.
La vida de la
conejita no era diferente. Dormía, roía los muebles que se encontraba a su
paso, dejaba diminutas cagarrutas al lado de su plato de agua y esperaba para
salir a caminar con su humano al parque. Eso tampoco la ayudaba a hacer muchos amigos,
pues su humano era bastante gris y desprovisto de interés, incluso para las
orugas que vivían por ahí.
Un día, sin
embargo, las cosas cambiaron pues mientras iban caminando, el lazo rosado de la
conejita se reventó, y ni corta ni perezosa ella se lanzó a explorar el mundo.
Diego Marín intentó alcanzarla, pero años de estar a la espera habían preparado
a la conejita para saber justo lo que tenía qué hacer. Así, lo primero que hizo
fue correr en zigzag mientras Diego Marín iba tras ella. Esos primeros metros
fueron los más difíciles, pues el hombre, aunque sorprendido, estaba con todas
sus fuerzas. Sin embargo, mientras él iba hacía la derecha, ella corría hacia
la izquierda, y cuando él cambiaba su rumbo, ella corría hacía el lado
contrario. Después de haber hecho lo mismo varias veces, ella se detuvo en
seco, por un momento elevó su cabeza como si hubiera olfateado algo en el aire,
alzó entonces sus patas delanteras como un caballo encabritado, y justo cuando
Diego Marín, con el sol reflejándose en su gran calva rosada, creía que la iba
a alcanzar, la conejita se metió entre sus piernas y se escapó de nuevo de sus
manos. El hombre, calvo y solitario, no alcanzó a frenar, se enredó en sus
propios pies y fue a dar de bruces contra el piso, con tan mala suerte que su
cabeza sudorosa fue a golpear además contra un basurero, que, además, tambaleó
y se vació sobre él, coronándolo con una cáscara de banano a medio podrir. El
pobre hombre se sentó como pudo, la cabeza gacha, las manos entre sus piernas,
y los ojos llenándose lentamente de lágrimas de frustración y de soledad. Se
sentía como un bufón sin gracia cuya única esperanza era el olvido.
Por otro lado,
la conejita, después de ese último embate había dado un largo salto hasta
llegar al lado de la tortuga del fisicoculturista, y como si no fuera con ella
se había puesto a conversar acerca de las orugas y los hongos y los pájaros y
las flores, pero sobretodo quiso conversar acerca de zanahorias. Al contrario
de lo que creía se aburrió con rapidez, pues la tortuga, para ser sinceros, era
bastante lenta y distraída, y estaba más interesada en los diferentes tipos de
lechuga que en las zanahorias propiamente dichas.
¿Qué haría a
continuación?, se preguntó entonces, y esto es sorpresivo, pues como es sabido
los conejos son animales bastante irreflexivos y ansiosos. ¿Qué haría a continuación?, se volvió a
preguntar, y la ansiedad la paralizó. Si el hombre no hubiera estado igualmente
asustado y confundido, de hecho ese habría sido un buen momento para tomarla en
brazos y llevársela de nuevo a casa. Pero en lugar de ello, el hombre seguía apesadumbrado
con la cabeza gacha y la calva sudorosa brillando con los colores del
crepúsculo mientras su conejita a unos pocos metros de ahí había decidido
simplemente comer pasto, desaparecido de su corazón cualquier signo de
inquietud.
Diego Marín,
estaba solo. Nadie le había preguntado cómo estaba, nadie había acudido a socorrerlo.
De hecho había alcanzado a escuchar un par de risas, de risas no de carcajadas
cuando él se había caído. Pensó en ello. Se limpió las lágrimas de sus mejillas
con los puños y se levantó como pudo, quitándose de paso la cáscara de banano
de su cabeza. Por primera vez se percató de la imagen que debía brindar, así
que entrecerró los ojos, se obligó a ignorar el lugar donde podía estar su
coneja, y con los ojos entrecerrados y el ceño fruncido se fue a grandes
zancadas del parque. No volvió la vista atrás.
Sin hacerse
sentir, la conejita corrió tras él.
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