sábado, 25 de julio de 2020

BARQUERO


-BARQUERO-

Frente a él un río. No un riachuelo o un arroyo. No, un Río. Seguramente uno habitado por un dios antiguo y malhumorado, de esos que no resiste ninguna intromisión sin los ritos o elementos litúrgicos adecuados; un dios traicionero y hostil que hace mucho olvidó lo que era la risa. A la derecha se encuentran las montañas y a la izquierda se deja ver el desierto en toda su extensión. De otro lado, hay lo que parecen ser árboles, quizá incluso algunos pájaros.
La corriente es rápida y se dejan adivinar bajo el agua gigantescas piedras prehistóricas. El Hombre de Negro se acerca a la orilla bebe algo de agua fría y se lava el rostro. Mira a la derecha, luego a la izquierda, entonces ve el punto a lo lejos que va creciendo con rapidez. Se trata de una especie de piragua endeble, a la que alguien con cierto sentido del humor le puso un mascarón de proa que en algún momento pudo haber sido un dragón. De pie sobre ella se encuentra un hombre inmenso. 

-   ¿Necesita pasar? Es más fácil de lo que parece. 

El hombre sin nombre asiente. 

-   Suba – le invita el barquero, mientras acerca más la piragua a la orilla. 

Una vez dentro el Hombre sin Nombre se mantiene en pie, visiblemente incómodo, sin saber bien qué hacer. El barquero sonríe y comienza de nuevo a navegar. Hay magia involucrada en el asunto, por supuesto, pues la piragua navega como una flecha cortando el río en línea recta de un lado al otro. 

El barquero habla. Todos lo hacen por supuesto. Habla del tiempo y del reino, de la última plaga, de los bandoleros y de las maldiciones. El Hombre de negro siente la cercanía del bosque en la otra orilla, puede saborear el aire; escucha el enloquecedor canto de las cigarras. Escucha que algo le dice el barquero mientras le tiende el canalete, lo toma por reflejo y con sorpresa ve que el barquero se lanza al río y nada hasta la orilla. Intenta hacer lo mismo y nota con sorpresa que el canalete no se despega de su mano, que sus pies no se levantan del fondo de la piragua. Sus ojos buscan al barquero que se despide de él con una mano a lo lejos. 

Solo puede hacer una cosa, se sienta en la piragua y espera a que alguien necesite cruzar.      

sábado, 18 de julio de 2020

ENCUENTRO


-ENCUENTRO-
     El Hombre Sin Nombre asciende la montaña de la única manera en que sabe hacer las cosas, un paso tras otro; una mano arriba, la otra abajo. No tiene afán alguno. 

     Un tiempo después llega a un descanso en el que se abre una cueva. Hay un olor extraño en el aire, si tuviera recuerdos diría que se trata de sangre y de muerte; un olor que trae la impresión de hombres retorciéndose, gritando mientras la vida les es arrebatada de forma brutal. No sabe nada de esto, así que el olor solo le parece extraño. Entra en la cueva. Fragmentos de hueso reseco se quiebran bajo sus pisadas.

     La cueva es natural, aunque pronto se da cuenta que algo la habita. Los sonidos que escucha tras de sí le advierten de ello. Sonidos furtivos, cuidadosos, que buscan disimular el gran peso de quien los produce. De repente, se produce el ataque, el tronco de un árbol arrasa sus pies, le hace caer de espalda. Un objeto afilado se incrusta en su hombro derecho, un aliento corrupto busca sofocarlo. Hay algo de pesadilla en el rostro que lo mira; algo de locura también. La criatura aúlla cosas que El Hombre Sin Nombre no entiende. Entiende, en cambio, que está siendo atacado, que se le tiene por vencido, que debería asustarse. Piensa en Umeret, en el camino que le ha sido negado y el brazo que le ha quedado libre lo proyecta contra el abdomen de la criatura que está sobre él. Atraviesa piel y entrañas, rompe huesos, se llena de sangre, de mierda. Se quita el cuerpo que le ha caído encima. Se arranca el pedazo de metal que lo ha atravesado y se levanta. Todo en un solo movimiento fluido. 

     Frente a él se encuentran otras tres criaturas que le miran con ojos sorprendidos. El hombre sin nombre se abalanza contra ellas. No piensa. Solo es una criatura sin pasado ni futuro, un ente que habita el presente y que busca su supervivencia. Al final, se sienta en el suelo cubierto de la sangre de sus adversarios, rodeado de sus restos. Afuera comienza a llover.

sábado, 11 de julio de 2020

ONIRÍA



     Un árbol gigantesco se alza sin hojas en medio de lo que alguna vez fue un valle. Es un fresno. De sus ramas penden como frutos siniestros cabezas de hombre recién cortadas. Todas tienen estampados en su rostro las huellas de un último grito suplicante. La tierra bebe de la sangre que aún gotea de sus cuellos. Es lo que mantiene viva la tierra, lo que mantiene vivo el árbol y, por ende, lo que sostiene el universo. 

     Son las cabezas de los que alguna vez osaron pedir el conocimiento absoluto y la vida eterna. Sus ojos aún se mueven. Sopla el viento. De repente, todas las miradas convergen en un solo punto. 

     Una figura aun lejana se dirige al encuentro del guardián del árbol, un anciano albino de ojos ciegos y piel apergaminada que viste de harapos incoloros. Sostiene en su espalda un par de alas gigantescas que algún día fueron blancas y que hoy están mohosas, dando habitación a innumerables insectos. Su boca desdentada está oculta por una maraña de pelos que asemeja una barba, unos cabellos ralean en su cabeza, sobre la cual gira incansable una espada flamígera. El anciano en otro tiempo fue llamado Miguel o Gabriel. 

     La figura que se dirige al guardián se halla cubierta de sangre y polvo. En el centro de su pecho hay un agujero que sangra constantemente. La mano derecha de la figura se alza hacia el anciano albino un corazón que aún palpita. El anciano, que tal vez se llame Miguel o Tiresias, abre sorprendido los ojos ciegos. El otro levanta la cabeza, ensaya una sonrisa y enfrenta con sus negros ojos la mirada que busca traspasarlo. 

-                   -Eres…- empieza el guardián.
-                 -Sí – le interrumpe el otro -, el condenado, el errante, tal vez Averashnarus o quizás Caín. 

Las cabezas caen de Ygdrassil. Un trueno rasga el horripilante silencio y se hace por fin la benéfica oscuridad.