CUANDO DESPERTÓ, EL SALERO YA NO ESTABA AHÍ.
En algún momento había desaparecido. Se desesperó. Alzó
su rostro al cielo y liberó toda su frustración en un largo aullido
inarticulado que puso los pelos de punta a todo ser viviente en al menos tres
kilómetros a la redonda.
La sal había sido uno de los pocos tesoros que había
traído de la ciudadela, el único lujo que se había permitido. No se la había
mostrado siquiera a su mujer o a sus hijos, y sólo se la permitía en medio de
las noches de cacería. Sabía que era un placer culpable, incluso intuía que, si
bien hubiese decepcionado a su familia, su señor no le habría perdonado la
vida.
Apretó los dientes. Pensó que el haberla medido de forma
tan precisa, de forma tan avara, a decir verdad, le había impedido disfrutarla
más. Recordó con tristeza como en diversas ocasiones había consumido alimentos
–un conejo, algo de chigüiro- sin recurrir a la sal celosamente guardada, pero
extrañándola entre tanto. Sintió ese amanecer como el inicio de un duelo, de
una amargura que tendría clavada entre pecho y espalda durante días, acaso
durante semanas. Con ese sentimiento retomó su idea de cazar algo para su
grupo.
Pasado el mediodía tenía en su haber al menos dos
chigüiros y tres conejos. La caza había sido abundante y el alimento sería bien
preparado, aunque sería mejor si… claro, todo sabía mejor con sal. Le volvió la
amargura. Con ella y el resultado de su caza retomó el camino al campamento
tomando un atajo por el bosque. No había pasado tres horas cuando sintió a lo
lejos que algo se acercaba. Se detuvo en seco y se resguardó detrás de un
árbol. Sacó el cuchillo de pedernal y lo empuñó sobre el pecho dispuesto a
cualquier cosa. Deseo que no hubiera perros, detestaba los perros. No tuvo que esperar más de dos minutos hasta
que vio al imperial.
El imperial era una cosa inmensa, una mole de casi dos
metros de altura, toda ella cubierta por una armadura de cerámica blanca que
parecía absorber la luz, y sobre ella, colgado de una correa que cruzaba su
pecho, un macuto con pertrechos, similar a la que el hombre tenía, similar a
aquella en donde había estado guardado su preciado salero. El hombre cerró los
ojos, apretó aún más el puñal contra su pecho y oró en su interior porque el
imperial no lo encontrará. Luego pensó en la sal y sintió el odio surgir en él.
Los imperiales se habían apoderado de todo lo que
encontraron a su paso, y lo que no había entrado en sus arcas había sido
destruido. No sabía mucho más de ellos, acaso que eran implacables. El imperial
avanzaba firme, con la seguridad propia de aquel que se sabe respaldado por una
armadura impenetrable y un arma laser, con la seguridad de aquel que posee todo
lo que quiere y si no lo posee puede adquirirlo. En contraste, el hombre solo
tenía un cuchillo de pedernal, cansancio y ganas de volver a su clan y a su
familia. Sin pensarlo dos veces el hombre se lanzó sobre el imperial.
Todo sucedió en un abrir y cerrar de ojos por supuesto.
Hubo un golpe, un casco de cerámica rodando por el piso, una cabeza calva
brillando bajo el cielo, un disparo laser que quemó un árbol, una roca y luego
carne; un cuchillo de pedernal que se abrió pasó, de alguna forma, entre la
cerámica y la piel. No había posibilidad alguna por supuesto. El cuerpo del
hombre cayó al piso. Mientras la vida se le escapaba vio al imperial poniéndose
el casco y recuperando las cosas que se habían escapado de su macuto. Le dibujó
una amarga sonrisa en el rostro el último objeto recogido por el imperial, un
salero.
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