sábado, 19 de enero de 2019

LA SAL



CUANDO DESPERTÓ, EL SALERO YA NO ESTABA AHÍ.

En algún momento había desaparecido. Se desesperó. Alzó su rostro al cielo y liberó toda su frustración en un largo aullido inarticulado que puso los pelos de punta a todo ser viviente en al menos tres kilómetros a la redonda.

La sal había sido uno de los pocos tesoros que había traído de la ciudadela, el único lujo que se había permitido. No se la había mostrado siquiera a su mujer o a sus hijos, y sólo se la permitía en medio de las noches de cacería. Sabía que era un placer culpable, incluso intuía que, si bien hubiese decepcionado a su familia, su señor no le habría perdonado la vida.

Apretó los dientes. Pensó que el haberla medido de forma tan precisa, de forma tan avara, a decir verdad, le había impedido disfrutarla más. Recordó con tristeza como en diversas ocasiones había consumido alimentos –un conejo, algo de chigüiro- sin recurrir a la sal celosamente guardada, pero extrañándola entre tanto. Sintió ese amanecer como el inicio de un duelo, de una amargura que tendría clavada entre pecho y espalda durante días, acaso durante semanas. Con ese sentimiento retomó su idea de cazar algo para su grupo.

Pasado el mediodía tenía en su haber al menos dos chigüiros y tres conejos. La caza había sido abundante y el alimento sería bien preparado, aunque sería mejor si… claro, todo sabía mejor con sal. Le volvió la amargura. Con ella y el resultado de su caza retomó el camino al campamento tomando un atajo por el bosque. No había pasado tres horas cuando sintió a lo lejos que algo se acercaba. Se detuvo en seco y se resguardó detrás de un árbol. Sacó el cuchillo de pedernal y lo empuñó sobre el pecho dispuesto a cualquier cosa. Deseo que no hubiera perros, detestaba los perros.  No tuvo que esperar más de dos minutos hasta que vio al imperial.

El imperial era una cosa inmensa, una mole de casi dos metros de altura, toda ella cubierta por una armadura de cerámica blanca que parecía absorber la luz, y sobre ella, colgado de una correa que cruzaba su pecho, un macuto con pertrechos, similar a la que el hombre tenía, similar a aquella en donde había estado guardado su preciado salero. El hombre cerró los ojos, apretó aún más el puñal contra su pecho y oró en su interior porque el imperial no lo encontrará. Luego pensó en la sal y sintió el odio surgir en él.

Los imperiales se habían apoderado de todo lo que encontraron a su paso, y lo que no había entrado en sus arcas había sido destruido. No sabía mucho más de ellos, acaso que eran implacables. El imperial avanzaba firme, con la seguridad propia de aquel que se sabe respaldado por una armadura impenetrable y un arma laser, con la seguridad de aquel que posee todo lo que quiere y si no lo posee puede adquirirlo. En contraste, el hombre solo tenía un cuchillo de pedernal, cansancio y ganas de volver a su clan y a su familia. Sin pensarlo dos veces el hombre se lanzó sobre el imperial.

Todo sucedió en un abrir y cerrar de ojos por supuesto. Hubo un golpe, un casco de cerámica rodando por el piso, una cabeza calva brillando bajo el cielo, un disparo laser que quemó un árbol, una roca y luego carne; un cuchillo de pedernal que se abrió pasó, de alguna forma, entre la cerámica y la piel. No había posibilidad alguna por supuesto. El cuerpo del hombre cayó al piso. Mientras la vida se le escapaba vio al imperial poniéndose el casco y recuperando las cosas que se habían escapado de su macuto. Le dibujó una amarga sonrisa en el rostro el último objeto recogido por el imperial, un salero.

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