sábado, 17 de octubre de 2020

DRAGÓN

 


DRAGÓN

El dragón llegó al pueblo. Era una bestia como la de los cuentos, una gran sierpe cubierta de escamas doradas, fauces gigantescas y alas membranosas que le permitían desplazarse en el cielo. Todo en ella era traición, veneno y ansía de sangre. Solo al aterrizar había dado muerte a dos familias y destrozado una granja entera. No le importó.

Exigió un héroe con el cual combatir.

El pueblo se quedó en silencio. El dragón vomitó fuego y removió su cola. Reiteró su pedido.

El larguirucho hijo del herrero salió a enfrentársele. En sus manos tenía un martillo y nada más. Se veía enfermizo bajo la luz de las llamas, parecía que su piel blanca pudiera desprendérsele en cualquier momento. Unos pocos se percataron de que no proyectaba sombra alguna sobre el suelo. Les pareció adecuado, al fin y al cabo, ningún fantasma proyecta sombra alguna.

El dragón se burló del hijo del herrero un momento y luego se lanzó sobre él. En ese solo momento la calle principal se convirtió en escombros. Bestia y hombre se enlazaron en una batalla sin igual, feroz y brutal (sangrienta no, ninguna de las criaturas tenía sangre corriendo por sus venas). Hubo hombres que se desmayaron, niños a los que esas imágenes los acompañarían para siempre en medio de las noches.

El hijo del herrero fue masticado parcialmente, pero el dragón jamás se recuperaría de esas heridas. Al final, se fue volando con la cola entre las patas.

El dragón se fue volando y los habitantes del pueblo lo miraron asombrado. Sabían que una bestia así era imposible, que solo existía en los cuentos.

A partir de aquí las cosas empeorarán, pensó el herrero, mientras ayudaba a cargar el cuerpo de su hijo a casa.

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