sábado, 28 de noviembre de 2020

 

-EL CONEJO-

(REALIDAD IV)

 

     Se vieron a los ojos. Él, derrumbado, agotado y sintiéndose miserable; él, una bola de algodón refulgente que reflejaba la luz del sol y que sólo movía la nariz. Se miraron por lo que apreció una eternidad, después de la cual el conejo comenzó a saltar y Darlon se obligó a levantarse y a seguirlo con la mirada. Nada más había cambiado, pero donde hay un conejo, al menos uno tan saludable como parecía este, debía, por necesidad haber algo más, una granja, un perro del infierno, una taberna o un bosque, pero algo debía haber.

O al menos la ilusión de algo, susurró una voz en la cabeza de Darlon Noar. Una voz acerada que reconoció como propia.

Cerca de sus pies, el conejo parecía alimentarse de algo invisible, al menos para él. Parecía feliz en su simple existencia de conejo. Cuando Darlon lo agarró no opuso ninguna resistencia. De su hócico salía un olor a hierba mojada. De repente, el conejo se envaró por un momento y sus ojos cambiaron al gris. El gris de la pata desvaída. El conejo lo miró, y pareció esbozar una sonrisa taimada, luego pateó con sus patas traseras el rostro de Darlon, quien de sorpresa lo soltó. Viéndose libre, el conejo se perdió en la inmensidad del desierto mientras Darlon lo perseguía. Se esfumó de un momento a otro, como si jamás hubiera existido.

Darlon Noar maldijo a todos los encantadores, habidos y por haber sobre las faces de los mundos, abrió los ojos y se obligó a despertar.

Ante él, se erguían las Montañas Azules, medio mundo más lejos que todo lo que conocía. Se encontró en medio de un riachuelo que lamía sus pies, y cómo no sabía hacer otra cosa, comenzó a caminar.  

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