jueves, 28 de julio de 2011

Colombia: nuevas lecturas, nuevas historias

Hasta hace poco tiempo, un par de años quizás, leer literatura colombiana era para mí lo mismo que cruzar un campo minado. Aparte de Opio en las nubes, de Rafael Chaparro Madiedo y Changó, el Gran Putas, de Manuel zapata Olivella, literatura colombiana sólo era sinónimo de Pornomiseria. Lo único que me impulsó a leer Rosario Tijeras, fue ver el delicioso cuerpo de Flora Martínez en su adaptación cinematográfica. Puro morbo. De alguna manera creo que en eso me identifico con el colombiano masculino promedio, en el morbo. Sin embargo una vez superado, me pongo a ver otro tipo de elementos como el ritmo literario, la verosimilitud de los personajes, la coherencia de los hechos y la cohesión de la narración; como el cliente de un burdel que después de su primera revolcada se pone a ver el color de las paredes y la calidad de la decoración. Uno de esos libros que me habían atraído con anterioridad fue La lectora, de Sergio Álvarez, que a pesar de tener una buena anécdota, la trama paralela del libro la echa a perder casi por completo, porque no es creíble, porque ese supuesto libro está mal escrito. No es al único al que le ha pasado esto por supuesto. El protagonista de Misery, quien se supone es un escritor de renombre, escribe una bazofia, que haría que cortarle los dedos de las manos fuera más un favor que una tortura.

En esta sesión de vacaciones decidí atacar al menos tres producciones colombianas. Dos de Santiago Gamboa (Perder es cuestión de método y Necrópolis) y, debido a los infinitos comentarios de Danny, mi bibliotecario de cabecera, me decidí por El ruido de las cosas al caer de Juan Gabriel Vásquez, autor del que no sé nada más.

Fue una experiencia mejor de la que pensaba. Y digo mejor, porque en la última década los fenómenos del sicariato, del tráfico de drogas, de la prostitución, del secuestro, marcaron de manera indeleble las letras colombianas. En algunas ocasiones porque se trataba de una herida que debía ser tratada, en otras porque el afán mercantilista buscaba relatos fácilmente adaptables al género audiovisual. Y así debimos soportar también en las telenovelas y el cine, el exceso de historias sobre lo mismo; el mismo guión de Victor Gaviria donde gonorrea, era la palabra más frecuente. Teníamos los noticieros y teníamos pornomiseria y teníamos realidad y cualquier propuesta diferente no tenía cabida en las vitrinas de las librerías ni en las pantallas ni siquiera en las salas de teatro. Cocaína, prostitutas, balas y malas palabras eran el pan de cada día de nuestra dichosa realidad y de nuestro dichoso arte. No había escape.

Las cosas parecen haber cambiado. Perder es cuestión de método, no es muy diferente de su versión cinematográfica. Una versión muy gris, muy de la novela negra, de la vida de un periodista de crónica roja, metido en algo que se le sale de las manos. La novela tiene buen ritmo y atrapa fácilmente al lector. Necrópolis es otro cuento. Es una historia donde una multitud de personajes se reúnen en un congreso sobre la memoria y cuentan sus diversas historias. Se trata casi de un libro de diversos relatos aunados por una suerte de metahistoria. Sin embargo cada voz está muy bien delimitada y el lector empieza a querer saber más de la relación de todos esos personajes. La novela se halla situada en Jerusalén, en medio de las guerras y los disturbios, el congreso tiene lugar en un hotel, que a menudo recibe los impactos de las explosiones. Uno de los personajes cuenta la historia de una víctima del paramilitarismo colombiano, en clave de adaptación del Montecristo de Dumas. Nos encontramos así con una alegoría dentro de la alegoría.

El ruido de las cosas al caer, termina siendo una historia que se lee de prisa pero que exige lentitud, saborear cada palabra, cada giro de la historia, cada momento descrito. La historia se centra en el impacto que ha tenido la violencia del narcotráfico en la generación nacida en los primeros años de la década de los setenta, en como esa violencia ha signado cada uno de los actos y vidas de esa generación. Aunque no nos haya tocado directamente, todo colombiano fue tocado, señalado, víctima de esos actos. El nombre de Escobar sale nombrado sólo un par de veces. No hay una sola señal de crueldad. La pornomiseria no tiene lugar aquí. Creo que hay dos o tres putazos, no más. El libro tiene un muy buen ritmo, que en algunos momentos acusa la influencia de Javier Marías, y llega a un final que explica todo y que sin embargo queda abierto y deja al lector expectante, atento a eso que se le viene encima.

Más allá sin embargo, de poder encontrar tres buenas historias, también hay un suspiro de alivio. En la medida en que muchos de los elementos de esa violencia que nos signó a todos, de esos enfrentamientos bárbaros que nos siguen tocando (no, el narcotráfico, la guerrilla, el paramilitarismo y la corrupción están ahí vivos y triunfantes) se mantengan como elementos de fondo de las historias que se narran y no como los únicos protagonistas posibles, se podrán trazar nuevas historias y construir otro tipo de futuro desde la ribera literaria.

Mario Mendoza, en alguna de sus entrevistas, menciona que el realismo degradado es la ciencia ficción latinoamericana. No es cierto. Pero en la media en que escritores como él, como Gamboa y como Vázquez, se dediquen al oficio de la literatura y no al de la catarsis, es posible que podamos disfrutar en unos pocos años de una literatura fantástica y de ciencia ficción colombiana; será posible quizás que las editoriales dejen de buscar pornomiseria y se dediquen a publicar buenas historias, aunque no se puedan adaptar fácilmente al cine y a la televisión.

2 comentarios:

Marta Rengifo dijo...

bueno... acúsome de haber leído más literatura colombiana que vos, vieja literatura, claro está. María y todo Gabo. Pero si no recomiendas un texto de literatura colombiana de ahora, no lo leo.

Anónimo dijo...

Los artiсulos me interesaron algo mas... .

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