miércoles, 2 de junio de 2021

ATÓN

 


ATÓN

 

Bajo la lluvia desesperada se hallaba el último de los Hijos del neón. La armadura sónica emitía salvajes armonías que lo mantenían aislado, casi invulnerable. Entre sus piernas sentía el rugido ahogado del insecto de dos ruedas que cabalgaba. En su diestra sostenía una lanza de punta de piedra; el resto de sus armas eran un cuchillo de pedernal y un macuahuitl.

Frente a él se encontraban los opresores, los que toda su vida habían robado su libertad. Recordó los rostros de sus compañeros. Incluso el de Skin, muriendo en sus manos. Así acaba todo, ¿eh?, se dijo para sus adentros. Entonces escuchó el sonido de bramidos, vítores y carcajadas. A su diestra encontró un mongol con cara de pocos amigos sosteniendo la espada de Marte; a su izquierda, un franco barbilindo con un olifante en su siniestra. Poco a poco fueron apareciendo otros, titanes y atlantes; pistoleros y cruzados; incluso un rey mono sobre una nube. Los sentía tan vívidamente que se permitió sonreír.

Aceleró su motocicleta. Alguien gritaba algo frente a él. No le importó. Sostuvo con firmeza la lanza para la justa. Arturo se sintió orgulloso de él. No se permitió la duda, embistió. No alcanzó a su enemigo. Lo derribó una descarga proveniente de más de una docena de armas. Una de las balas le rompió los dientes, mientras otra le vació los intestinos y otra le saltaba un ojo. En el suelo, abrió el que le quedaba para ver para ver un rocín flaco sobre el que se sostenía un hidalgo de los de lanza en astillero, que lo miraba con una sonrisa en el rostro en tanto le alargaba un brazo.

Nunca se encontró su cuerpo. 

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