CANTO III:
El cazador
Andor siguió desde su motocicleta el mapa
de las corrientes de aire. La mayoría de ellas, o al menos las más fuertes, las
más estables, se dirigían hacia Kalí. Ahogó una sonrisa de triunfo. Aunque no
era la primera vez que se dirigía a Kalí, sí era la primera vez que lo hacía
por una buena razón. Si estaba en lo correcto, y estaba seguro de estarlo, la
gifty intentaría confundirlo ocultando su olor. Tal vez intentaría hacerse
pasar por un ser humano, y en esta ocasión había dejado atrás todo aquello que
le hubiera permitido emplear un disfraz efectivo. Al tomarla de sorpresa solo
había podido escapar con aquello que tuviera puesto. No habría dalia silvestre
ni albahaca en su camino. Si era lista, y a él le constaba que podía serlo,
buscaría camuflarse en medio de alguna tribu de mecánicos o en alguna Zona de
violencia femenina. Con todo, no las tenía consigo, debía ser cuidadosa, pues
había algo que Kalí tenía en común con Andor, no toleraban ninguna Gifty. Kalí
había sido el hogar, orgulloso, de Skin, el primer cazador, el glorioso hijo
del Neón.
La
historia de la caza, acota entonces Bedoya (2137), es un tema propio de las
mitologías posteriores al surgimiento de los gifty y a las luchas de pandillas
propias de finales del siglo XXI. En ellas, se entrelaza, por lo general, un
héroe masculino que entrelaza su destino con el de una figura alada, por tres
temas míticos y específicos: envidia, desengaño o siguiendo el mandato de
Eyanael. El resultado era, por supuesto, un ejemplo de los últimos estertores
del heteropatriarcado opresor, donde la figura del gran macho dominante se
alzaba para subyugar a la trágica fémina con alas que solía ser destruida en el
proceso. Estas formas míticas, por supuesto, recogieron pronta y brutalmente,
el genocidio del pueblo gifty, contra el que prontamente la UE se declaró en
contra.
Por
supuesto, aunque el tema parece similar, La leyenda de Andor y Keyza es una
excepción.
Cuando
Andor llegó a la ciudad se dirigió de forma instintiva a los cotos de caza de
los suburbios para escuchar a los lugareños. Los giftys se habían hecho
cuidadosos con los años y su incursión ya no era común en las ciudades, por
tanto, si alguna situación extraña se hubiese presentado, sería el primer lugar
donde escuchara algo. No fue en la primera taberna de mala muerte, o en la
segunda en la escuchó algo; en la tercera se tomó un maistock que amenazó con
volarle la cabeza, y en el cuarto vio a una mujer que se quedó mirándole con
fijeza a su vez. Fue entonces cuando escuchó al fanfarrón. (p. 176)
Vestía a la antigua usanza, y de seguro
había heredado el oficio de uno de sus padres. Sin embargo, su apariencia
enclenque y el sobretodo cuyo faldón arrastraba, lo delataba como un aficionado,
como un niñato, ni siquiera un aprendiz, más bien un advenedizo, un usurpador
del cargo. Quizá por eso, ella se hubiera salvado.
El aprendiz, se así se le podía llamar,
había observado que la manta colgaba de su espalda en un ángulo extraño, se
acercó a ella, y con rapidez le arrebató la manta revelando ante todos las alas
polvorientas que se abrieron de inmediato en posición defensiva. La gifty era
rápida por supuesto, y agresiva, sin duda alguna, pues de inmediato replegó las
alas, quebró una botella y se enfrentó con limpieza ante sus adversarios. Un
cuchillo voló hacía ella, pero se perdió a su costado, ella respondió lanzando
una botella que no erró el blanco. Se escucharon carcajadas, relucieron
dientes, navajas salieron de sus bolsillos, de la garganta de la gifty se
escapó un graznido. Andor no pudo disimular del todo la sonrisa de orgullo que
se le formó cuando escuchó aquello. Lo siguiente fue el caos, y de seguro cada
pluma que había caído de sus alas se había descontado en dientes o huesos
rotos. Claro, lo que contó el bravucón fue diferente. Él solo se había bastado
para acorralarla, de tal forma que ella tuvo que escapar a rastras por el hueco
de la chimenea, como una rata, como un extraño Santa Claus.
Lo siguiente había sido el vuelo, la
silueta alada recortándose contra el cielo, como en las épocas antiguas, como
en las épocas de leyenda, y después el vacó, el silencio, como cuando la
maravilla ha cesado y el mundo se torna más triste, más oscuro. El final de la
historia era celebrado a risotadas, con una libación de maistock a todos, con
la celebración del nacimiento de un nuevo cazador, quizá similar al mismísimo
Skin.
La única salida que le quedaba entonces era
el mar, pensó Andor. Era el camino más corto hacia la desolación y la soledad.
No le importó los maistock que llevaba consigo, con ellos encima Andor subió a
su motocicleta y tomó rumbo al mar.
La encontró
tirada en la playa. Un pájaro de alas mojadas que no podía con su cuerpo, un
pájaro desmadejado, olvidado de sí mismo; un pájaro desvalido, una víctima
propiciatoria. Andor bajó de la motocicleta, desenfundó su espada; la mano
derecha empuñada sobre las colas de los dragones y las cabezas formando la
empuñadura. Un dragón de plata, un dragón de oro, ambos reluciendo bajo la luz
del amanecer. Todo estaba cerca de terminar. No percibió respiración en ella,
solo el movimiento de sus plumas al ser acariciadas por una suave brisa. Sintió
el palpitar de su corazón atronador. El tiempo se ralentizó. Detuvo su mirada
en los suaves pómulos, la deslizó por su cuello, por sus cabellos; se detuvo en
los párpados cerrados, se fijó por vez primera en lo grande de sus pestañas, en
lo perfilado de sus cejas, en el delicado brillo de su piel.
Cayó de rodillas y se supo vencido. Acunó la
cabeza de la gifty y reconoció ante sí mismo que el sentido de su vida había
terminado, que ya había alcanzado su única meta, y no podía cumplirla. Clavó la
espada en la arena de esa playa anónima y besó la frente de la gifty, sintiendo
por vez primera su tenue respiración, el olor de su piel. Después de un tiempo
que se le hizo eterno la abandonó tendida ahí sobre la playa. Se montó en su
motocicleta y se marchó sin destino alguno.
(Continuará)
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