viernes, 1 de febrero de 2019

LA LUNA Y EL SOL




-La leyenda de Andor y Keyza- 



Al igual que la mitología judeocristiana, que vinculaba su origen a un utópico Jardín del Edén, los gifty han vinculado su origen a un lugar por nosotros bien conocido, Taz-Nel. Sin embargo, sería Fernando Bedoya (2132), en su libro Los gifty, el enigma alado, quien se acercaría por primera vez, con propósitos de documentación, a Taz-Nel. Ahí se sorprendería al encontrar La leyenda de Andor y Keyza.   

Nada nos había preparado entonces para ello. Si bien los ritos se apegaban a muchas de las estructuras con las que la antropología y la mitología se habían topado con anterioridad, la forma de relatar la historia, a dos voces nos era completamente desconocida.

     De hecho, de acuerdo con lo recogido por Bedoya (2132), Bedoya & Jiménez (2137) y Armstrong & Jiménez (2138), se destaca la narración casi novelada en una estructura coral.

El hombre, pues siempre era un hombre quien comenzaba, lo hacía con una reconstrucción del momento mítico y la visión de Andor, en tanto la mujer entraba después, a partir del segundo canto, y mostraba la visión de Keyza (…) (p. 96).

CANTO I: El perseguidor
Eran tiempos oscuros. En aquellos años Umeret parecía haberse enseñoreado del mundo y el cielo era de un color indistinto. Sin importar si era de día o de noche, solo había una luz sucia por doquier. Todo había sido inventado ya y el mundo parecía fatigado, roto, vencido. Si alguna vez hubo ingenio en esas tierras se había extinguido o estaba a punto de hacerlo; si alguna vez hubo amor en esas tierras se había retirado a un lugar más amable. Era una época de maravilla, pero no había ojos para verla.

En aquella época, hubo un hombre llamado Andor. Viajaba de pueblo en pueblo, de ruina en ruina, en una motocicleta desvencijada, envuelto en harapos negros, y una espada en su espalda. Una espada sacada del sótano de la vivienda familiar Noar, de la que ignoraba si alguna vez había vertido sangre. No le parecía un objeto particularmente bello, a lo más, útil. Es válido decir que jamás la había observado. Andor no era particularmente listo o apuesto, era más bien una criatura anodina, de esas que se ven una vez y se olvidan en seguida. No tenía una familia ni esperanza de conseguirla, pues solo una idea se movía dentro de su cráneo: encontrar a la asesina de su padre.

     Un día, Andor iba en su motocicleta, los ojos alertas, los músculos en tensión, pues nunca se sabía en qué momento podría el viajero encontrar un asaltante o una presa. Así fue como encontró el edificio a la entrada del pueblo. Estaba abandonado, por supuesto. El tiempo había convertido las obras de los antiguos en lugares propios de temor. Este era una de aquellas construcciones que buscaban acariciar el vientre del cielo y acercar a los hombres un poco más a Armun; un edificio que reflejaba, sin mentir, con frialdad, toda la desolación que se encontraba a su alrededor. En algún momento había sido construido para ser habitado por generaciones. Aún podría ser habitado por generaciones, pero las personas de los pueblos, las pocas que quedaban, temía toda aquella construcción vertical donde cupieran más de dos familias.

     Si los Nueve hubieran querido que viviéramos tantos en un mismo sitio, decían, nos habrían hecho pequeños, pequeñitos, de manera que pudiéramos caber en un valle; si hubieran querido que viéramos tanto en un solo sitio, decían, habrían dejado que todos habláramos un mismo idioma; habrían dejado que todos tuviéramos una misma forma.

     Como no era así, las personas evitaban acercarse a lugares tan grandes, donde tantas personas podrían habitar. Eso nos aleja de la avaricia, decían, nos aleja del orgullo, decían, y era verdad.

        Así que con cierto resquemor Andor aparcó a la vera del camino, para acercarse al edificio con su espada en mano. Se podría decir que en aquel momento era el último hombre del mundo yendo a encontrarse con todo lo desconocido del mundo, y se diría verdad.

     Lo primero que notó fueron las plumas. No muchas, por supuesto. Algo de plumón y fitopluma y, por supuesto, una que otra rémige enredada en los árboles y arbustos que rodeaban el edificio. Si no se tenía en cuenta el tamaño se podría pensar que se trataba de un ave cualquiera, incluso un ave grande, un cóndor o algo así. Sólo que los cóndores habían vuelto a su hogar, a los brazos de Armún mucho tiempo ha.

     Lo primero que encontró al abrir la puerta fue el olor, un olor a humedad, encierro y cierta descomposición por lo bajo. Pero lo que lo maravilló fue el tamaño descomunal de todo, el espacio enormemente desperdiciado y la luz reflejándose en todas las superficies, ganando fuerza a medida que se multiplicaba, dando a las mesas y sillas y picaportes y lámparas y basureros un aura de maravilla. Por un momento, solo por un momento, se sintió como un niño que entra en un cuento de hadas. Luego escuchó las risas y el aleteo. No estaba cerca, por supuesto, pero en todos sus años de búsqueda era lo más cerca que había estado a la asesina de su padre, o al menos a una de su raza. Apretó sus dientes, buscó la escalera más próxima, toda cristales y cromo, y emprendió el ascenso espada en mano.

     Entre todas las razas, la de los Gifty es la más joven y la más salvaje. Los que saben cuentan que salió de la noche a la mañana justo en medio de Taz-Nel, que desde ahí elevaron su vuelo y su canto, y que desde entonces enfrentaron al hombre, pues Eyanael había mirado su forma y le había sido desconocida de entre todas las criaturas del sueño, y por eso desconfío de ella, y por eso ordenó al hombre que cazara a los Gifty. Y así el hombre los cazó, porque Eyanael así lo quería, aunque de cuando en vez se escuchaban otras historias: historias que hablaban de ancianos y de niños a los que ellas habían salvado o habían bendecido con su canto; historias que hablaban del amor de un Hijo del neón con una presa; historias que hablaban del afán de Skin, el primer cazador por cobrarse el amor de Atón. Historias. Hay quienes alegan que se trata de una raza con algún tipo de inteligencia y de consciencia, hay quienes afirman, por el contrario, que no tienen más inteligencia que un perico o una iguana.

     Lo cierto es que no existen historias verídicas acerca de los Gifty más allá de eso. Su nombre no está incluido en el Tarmadón, y nadie ha querido acercarse a Taz-Nel, o siquiera buscar su emplazamiento desde tiempos inmemoriales.

     Uno a uno Andor subió los peldaños. Uno a uno registró los diferentes cuartos, tropezando ora con muebles, ora con maniquíes que se le venían encima, ora con tinieblas cerradas, sin encontrar más que tinieblas y silencio. Le extrañó no encontrar siquiera un animal silvestre en alguno de los resquicios, ni tan siquiera cucarachas o chuchas. Al acercarse al último piso fue cuando la vio bañada por un rayo de luz que caía directamente desde una claraboya iluminando los rizos negros, la piel aceituna, el pecho proyectado hacia el frente, las alas desgreñadas y, aun así, perfectas. La respiración lo abandonó, las piernas le flaquearon, nuca había estado tan cerca. Empuñó con fuerza la espada y antes de siquiera poder iniciar una carrera, la criatura, la maldita cosa, plegó sus alas lanzándolas hacia abajo, impulsándose hacia arriba, rompiendo la ventana más próxima para zambullirse en el cielo gris y, luego, perderse en el horizonte.

     Fue entonces cuando él se quebró. Por vez primera se quebró. El mandato de su padre lo había sostenido los últimos diez años y estando tan cera no había podido cumplirlo. Sintió el peso todos esos años perdido entre carreteras polvorientas, bares de mala muerte y ruinas olvidadas; sintió por primera vez todo el sinsentido, la soledad a la que se había sometido para probarse en ese momento, en ese púnico momento, y en lugar de sentirse exultante por al fin tener un vistazo de su presa después de tanto tiempo al acecho, se sintió desorientado, sin esperanza, abrumado. ¿Cuánto tiempo tendría que volver a pasar?, se preguntó, ¿cuánto más de su vida tendría que dedicarla a la caza?, ¿cuánto tardaría al fin en convertirse en hombre?, ¿cuándo dejaría de ser el chiquillo que no podía cumplir el último deseo de papá?

     La poesía diría que Andor se quedó ahí parado jornadas enteras. La realidad, de carácter más prosaico, fue más sencilla. Andor terminó de subir las escaleras y rebuscó en el último piso hasta encontrar el lugar donde la criatura había vívido al parecer desde hacía varios meses. Se detuvo en el nido tejido con mimbre y recubierto de suaves pieles; observó con cuidado las prendas de recambio que la gifty había dejado dobladas sobre una silla. Encontró que el olor en ellas era suave y delicado; sintió el perfume a dalia silvestre, a albahaca. Al parecer la gifty había creído encontrar una morada permanente, y tal vez, solo tal vez, se encontraba desesperada. Sin proponérselo una fina sonrisa se dibujó en su rostro.
(CONTINÚA)

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