sábado, 4 de abril de 2020

MIGRANTE



HUÍA. No sabía desde hacía cuánto tiempo. Sólo huía. Atravesó campos, calles túneles, bosques y ciudades derruidas. Sola. Siempre sola. Era vieja y veía mal. Era vieja y sabía que estaban cerca los últimos días de su vida. Sin embargo, la vida en la ciudad se había detenido y las fuentes de alimento se estaban agotando. 

     En medio de la noche se acercó a un conjunto de edificios y probó suerte en el primero de ellos. Arrimada a las paredes. Siempre arrimada a las paredes se detuvo. Su nariz no detectaba nada en el aire. Parecía no haber peligro. Además, la noche la amparaba. Subió uno, dos, tres pisos, sin que nadie le atacara ni le detuviera. Ninguno de sus especie o de otra se interpuso en su camino. Al fin encontró un portal descuidado. Lo atravesó como un rayo. Recorrió el lugar; parecía limpio, aunque algo desordenado. Se hizo un sitio en el primer espacio que encontró y antes de que pudiera saberlo siquiera se quedó dormida. 

     Soñó. Por supuesto que soñó. Lo mismo que en todos sus sueños, lo mismo que toda su vida. Huir, huir y huir. Despertó y encontró que alguien había dejado comida junto a ella. No lo pensó dos veces, devoró. Tenía hambre, ¡tanta hambre! El dolor de estómago llegó después. Caminó de nuevo por el apartamento sin encontrar a nadie. De nuevo durmió y comió lo que habían dejado junto a ella. Entonces comenzó el ardor. Un fuego que le quemaba por dentro y le obligó a salir en la búsqueda de algo con que apagarse. Entonces sintió el zapatazo, luego el palo de escoba que la lanzó contra una pared. Chilló, se defendió como pudo y salió arrastrándose. De nuevo a su vida. O eso pensaba mientras el fuego en su interior la consumía lentamente.     

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