Terminó tomándose una botella. No recordaba
hacía cuanto no bebía tanto. Pronto el mundo se desdibujó ante él. Luego recordaría
voces fugaces con él, risas que no eran las de su esposa, alguien hurgándole en
los bolsillos, la sensación de líquido caliente corriéndole entre las piernas.
Luego, de quién sabe cuánto tiempo, abrió los ojos y descubrió una nueva perspectiva
de la calle. Muy cerca de su párpado derecho había una colilla aún humeante.
Intentó pararse sin éxito alguno, hasta que vio
un pájaro que se acercaba presuroso. El chiste pertenecía a su esposa – todo lo
bueno en su vida pertenecía a ella-. Les llamaba pájaros a todas aquellas
criaturas del Señor a las que no podía calificar como hombre o como mujer.
Ahora el mundo estaba mucho más lleno de pájaros que cuando él había nacido,
por allá en el lejano inicio del siglo. No sintió miedo cuando el pájaro, plumas y
colores por todas partes, le cogió la mano, ni siquiera cuando lo levantó y
acercó mucho su rostro a él. Le costó mucho tiempo entender que el pájaro le
preguntaba dónde vivía. Le costó mucho más tiempo recordar cómo articular
palabras para responderle. No le costó nada recordar que no había nadie
preocupado por su ausencia.
Cuando despertó, el sol se hallaba ya en
medio del cielo, un vaso con agua y una aspirina estaban sobre su mesa de
noche. Le costó mucho tiempo entender por qué había un montón de plumas en la
alfombra.
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