Del Tarmadón lo alejó de nuevo la muerte de
otro de sus compañeros, Rodrigo Cortés. Lo último que supo de Cortés es que
tres años atrás había sido ingresado en un psiquiátrico, después de que
traumatizara a un grupo de niños al masturbarse agarrado a la reja del colegio
en las horas del recreo. La policía tuvo que intervenir para que no lo
lincharán y, literalmente lo tuvieron que arrastrar mientras Cortés echaba
babaza por la boca y gritaba improperios. No se parecía en nada al recuerdo que
tenía de él en el colegio, un joven brillante y prometedor, que se dedicaba a
birlarle las novias a sus compañeros y sacar dieces en los exámenes.
Ahora, lo que quedaba de Cortés yacía
debajo de las llantas de un bus de servicio público. Lo reconocieron por la
identificación. Los testigos decían que parecía venir huyendo de algo, pues
corría sin fijarse por donde iba, pero sí mirando cada rato por encima del
hombro.
Por más que le daba vueltas al asunto,
Martínez no conseguía sacar nada en claro. Con ellos había pasado lo usual, muchos
saludos en unos pocos años subsiguientes a su graduación y luego cada uno había
ido tomando su rumbo, salvo alguna reunión ocasional de aniversario a la que
siempre iba alguien diferente.
Martínez solía intercambiar textos con uno
u otro. Había felicitado a alguno por su cumpleaños siempre que la red se lo
recordara, había reído algún meme y poco más. No recordaba mucho a sus antiguos
compañeros de promoción, pero las pesquisas que había hecho sobre ellos en los
últimos días le contaban la misma historia. Pocos de ellos tenían alguna
historia sucia con ellos; no había motivos para pensar que ocultasen algo que
hubiesen hecho el verano pasado; si se hubieran cruzado por la calle algunos ni
siquiera se habrían detenido.
Siete de sus compañeros habían muerto durante el último mes. Martínez no sabía si él sería el siguiente, sólo sabía que en algún momento le tocaría.
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